¿Ya vieron que ya hay pan de muertos en las panaderías? ¡Estamos en agosto Dios mío! Faltan dos meses y medio para “Todos los santos” y ya estamos comiendo pancito dulce con huesitos.
¿Es algo disparatado? Quizás no. En el calendario prehispánico el día de muertos se celebraba en estas fechas de temporal.
Los largos días también son lluviosos. Hay veces que amanece lloviendo. Las nubes bajan y devoran el valle, los pueblos, la laguna, el lago… Una luz blanca y densa nubla la vista y apenas se distinguen las cosas más próximas: el tronco de un árbol, dos macetas con flores, el perro acurrucado que quiere vender la humedad fría que lo penetra, el guajolote confundido que camina por el patio, la coa cubierta de lodo, los huaraches sucios y las gotas de lluvia que caen en el suelo derramadas insistentemente desde el cielo por el dios del agua.
A los ojos nublados se le suman los oídos sordos por el rumor de agua que lleva cayendo desde la noche.
El poderoso sol emprende su marcha hasta llegar al medio cielo. Pero nadie lo puede ver pues la neblina de Tláloc lo cubre a la mirada de los hombres y él está enojado por eso. Su apogeo es indiferente al corazón de los macehuales refugiados en sus jacales de la lluvia persistente. También entre los nobles, amodorrados en sus casas envueltos en sus tilmas gruesas.
El sol está enojado porque ya nadie le ve. Y trata de desvanecer la nube blanca con su calor, pero no lo logra. Así que pide al zopilote que con su pico jale la cola del mono del dios de Ehécatl. Molestado en su paz, el dios del viento grazna por su pico de pato y el viento fluye por el caracol hasta empujar las nubes, pero no es suficiente. Así que llega el conejo con una jícara colmada de pulque y la pasea por las narices del dios, quien comienza a olfatear con avidez el perfume de lo embriagante. De sus narices entra y sale su poderoso aliento que va desmembrando la gran neblina hasta formar nubecillas. La lagartija corre por entre los árboles y despierta a las aves que comienzan a piar. Su canto rompe la monotonía del rumor de la lluvia que comienza a ceder.
Y así los macehuales salen del ensueño de la bruma hasta reconocer la vida entre el zacate verde y las flores. El fuego se muestra así entre las nubes que van despejando el cielo hasta que irrumpen los rayos de Tezcatlipoca el sol, que bañan con su luz la faz de la tierra. Todos se cuidan de no verlo al rostro, pues su luz es tan intensa que lastima los ojos. Y ahí está el poderoso de los cuatro colores desplegando su corola de fuego cual ave de alas abiertas, presumiendo su fuerza y presumiendo que ha vencido a las divinidades de la humedad. In tla in tlachinollan: el agua ha sido quemada, la guerra cósmica ha sido consumada.
Y así, después de muchas noches de lluvia y niebla, se verán por fin las estrellas. Y los hombres de las cuentas del tiempo verán que en el firmamento ya está el muertito: entre las siete estrellas se dibuja su cuerpo envuelto en manta blanca, amarrado con mecate, está como los muertos: sentado en el petate y con la bandera blanca por la espalda. Su rostro cubierto apunta al suelo donde la tierra lo devorará hasta llegar al lugar de los descarnados. Y así se dirá: “es tiempo de la fiestecita de los muertos. Ya es momento de prepararse para la gran celebración.”
La muerte prendida del cielo nocturno aflige el corazón de los campesinos. Pues saben que el patrón de las aguas está herido y molesto con el sol. Y que por despecho muchas veces arroja granizo en las milpas. El orgulloso señor de la neblina se siente indignado con los macehuales que festejan la victoria del sol y no duda en castigarlos con el frío derramado en perlas letales que rompen las hojas de Xilonen, hasta dejar desprotegida la mazorca tierna, mientras en el lodo helado quema las calabazas y los quelites y los choles y los ayocotes.
Por eso no es bueno que la muerte aparezca en el cielo, pues el hielo baja y mata a la mazorca tierna. Mata a los niños pequeños que nunca deberían morir de frío. Y los hechiceros reparten sortilegios escondidos en guajes huecos, y pintan con cenizas y baba de nopal los cuerpecillos desnudos de los recién nacidos y cantan para asustar a las cihuateteo que los roban porque nunca abrazaron a sus propias criaturas. Las madres agradecidas les ofrecen maíz bueno, cacao, les hacen tortillas para pagar la protección dispuesta para sus pequeños.
Pero aquellos que no corrieron con suerte y han muerto con el calor y el frío repentinos son envueltos en algodón blanco. Sus padres, sus tíos y abuelos los llevan allá por el cerro del Tepeyac para entregarlos a Coatlicue, a la Tonantzin. Pues solo ella puede remediar la pérdida de la pequeña cuenta de jade que es arrancada del seno de una familia obligada a mirarle los ojos a Miquiztli, la calavera. Y así cuando la luna por la noche apaga al sol, llega el momento de llorar en tinieblas. “¡Adiós chiquito! ¡Adiós pequeña cuenta, adiós mi querido! Ya estás en la tierra, ya descansas porque luchaste aquí como guerrero”.
Y fue en un día Ce cóatl de la cuenta de los años tres casa y en la veintena de la fiestecilla de los muertos, que el tlatoani Cuauhtémoc se rindió a Cortés, el español. Por primera vez las manos recias y guerreras del mexica fueron dobladas por un poderoso enemigo. Cayeron el arco y la flecha, el hacha, la rodela, el escudo y las insignias de los guerreros del águila y el ocelote.
Ese día no paró de llover, ese día el sol no asomó su rostro cuando su pueblo fue derrotado. Y así México Tenochtitlan quedó sin huey tlatoani. Comenzó la huida, muchos dejaron sus casas, sus chinampas. Los enemigos entraron a robarlo todo: maíz, perros, guajolotes, la coa, vaciaron el mercado. De los talleres tomaron las piedras y las plumas preciosas. Muchos pensaron “¡Es el fin!” Y la tristeza se apoderó de los días como obscuridad inamovible.
Eso fue un día como hoy, 13 de agosto. Ayer como hoy lloramos a los caídos por la guerra y por la enfermedad.