Nuestras vidas llevan años siendo definidas por la inmediatez. Las facilidades que la tecnología nos ha traído nos han dado muchas comodidades, pero también han cambiado nuestra forma de entender el mundo. Las maneras como interactuamos con los otros, como establecemos una conversación o entendemos las propias relaciones interpersonales ya no son las mismas que hace 20 o 30 años. Más de una generación ha nacido ya o se ha formado dentro de este nuevo esquema donde las cosas pierden su valor cuando no llegan después de unos pocos segundos. ¿Cómo pedirles que permanezcan en casa —en favor de los años futuros— a estas generaciones que viven en función de lo que el próximo segundo traerá?
Marshall Berman (1940) público en 1981 su fundamental y delicioso libro Todo lo sólido se desvanece en el aire (All That Is Solid Melts into Air). En él hace un balance del sentido y significado de la modernidad. Recuerdo que cuando lo leí por primera vez Teresa del Conde me hizo notar que era preferible hablar de “las modernidades”, idea con la que coincido porque abre el abanico de dicho concepto en el tiempo y el espacio. El libro es —sin duda— uno de los mayores encomios al Manifiesto Comunista y, también, una lectura exquisita y de nado a fondo a Carlos Marx y Federico Engels. Berman hace un apunte fundamental para el tema que hoy nos ocupa: la imposición de lo inmediato cuando puntea que aquello que es la esencia del ser humano termina siendo “draconianamente reprimido o se marchita por falta de uso o nunca tiene la oportunidad de salir a la luz”. Es el triunfo del pragmatismo sobre los valores y los derechos humanos.
Cuando la pandemia tocó suelo mexicano, en marzo de este año, estaba ya más o menos claro qué tendríamos que hacer para enfrentarla. A falta de vacunas o medicamentos específicos que nos ayudaran a esquivar el COVID-19, lo que correspondía era permanecer en casa como lo habían hecho previamente en China, España, Italia y toda Europa. Esta no es la primera cuarentena que la humanidad atraviesa. El concepto ha estado largamente extendido por nuestra historia como una forma de plantar cara a las enfermedades nuevas o desconocidas, ante las cuales, la única respuesta social posible es aislarse y distanciarse. Pero esta cuarentena sería distinta en muchos sentidos a las que se habían hecho antes.
Por un lado, y como lo dijo el historiador Yuval Noah Harari, la ciencia estaba de nuestro lado, aunque no quisiéramos verlo. El autor de De animales a dioses aseguraba que entre nuestras ventajas estaba el que sabíamos qué enfrentábamos y teníamos ciertas respuestas frente a ello. Quizá no eran tan tajantes como una vacuna, pero teníamos herramientas para prevenir el contagio —simples pero cruciales—, como el jabón, el cloro, el alcohol en gel y el distanciamiento social. Otra de las ventajas era que muchos podíamos trasladar la vida laboral al entorno digital y que nuestras relaciones sociales no se verían del todo suspendidas, también, gracias a los dispositivos electrónicos.
Para mucha gente se vieron suspendidos los ingresos. Al no formar parte de las actividades esenciales, sus negocios tuvieron que cerrar temporalmente. Y es, de hecho, pensando en ellos que ha empezado el desconfinamiento, porque… no quisiera ser yo quien les dé la sorpresa, pero ¿qué creen? El desconfinamiento empezó para que todos esos negocios no quebraran y sus dueños no murieran de hambre, no para que hagamos reuniones enormes (“no son enormes: somos solo cinco personas”) que a nadie le importan, que no son esenciales y que solo constituirán una fuente de contagio.
El punto es que sí, el confinamiento requiere de autocontrol. Por supuesto que no estoy hablando de las personas que son víctimas de violencia, que viven en el hacinamiento o que tienen que salir a trabajar en el comercio informal para sobrevivir. Pero todos los demás también han salido ya a las calles (o nunca se guardaron) como si la pandemia ya no existiera. Para mí, esto no puede explicarse si no es bajo la lente de la inmediatez.
El sistema de consumo en el que estamos inmersos nos pide que vivamos en un ciclo interminable de placeres, que solo estemos pensando en “darnos un gusto” y que terminado ese “gusto”, o a veces antes, planeemos ya el próximo. Cada cual lo hace según sus posibilidades. Algunos compran Ferraris; otros, iPhones, y otros más, simplemente caguamas, pero la pulsión que se fundamenta en el “goce”, que no en el “placer”, y que los dirige es la misma: la necesidad de consumo impuesta por un sistema. La realidad es que mucha gente no extraña a su familia ni a sus amigos, pues tienen realmente pocas cosas que contarse, pero extrañan la satisfacción inmediata de sus impulsos y la imposición de necesidades que sienten fundamentales cuando en realidad atienden a las coacciones del mercado habiendo otra inminente salida: volver a los básicos vitales, que son muchísimos.
La verdad es que poco a poco el sistema traslada la satisfacción de esta pulsión más thanática que erótica al plano digital. Pero este sigue necesitando de la realidad para concretarse. Satisfacer los deseos en línea no basta porque, para que tenga éxito, esta pulsión ha sido instalada en todos los aspectos de la vida. Un buen consumidor tiene que mirar, tocar y oler todo con los mismos ojos. Todo debe ser desechable e inmediato; de lo contrario, el consumidor puede liberarse del impulso con facilidad. Se trata de un instante… Reitero: un instante de aparente felicidad y apropiación de todo en nada.
Generaciones enteras han sido formadas con ese principio en las venas: vive el hoy, date “un gustito”, no importa el mañana. Lo cierto es que un panorama mundial nada alentador ha servido para fortalecer esa tesis del sistema. Con tan pocas perspectivas de crecimiento, futuro y movilidad social, es difícil no encontrar en esa premisa la única forma de vivir.
Hoy, todas las personas sufrimos las consecuencias de este impulso implantado por un sistema voraz de consumo. Miles de seres humanos se reúnen y salen a las calles sin ningún propósito que tenga que ver con su sustento. Argumentan que es por “su salud mental” como si esta existiera monolíticamente. ¿Hacer fiestas y embriagarse cuando la respuesta razonable es seguir guardando distancia es “salud mental”? Qué degradado está el concepto hoy en día. Lo cierto es que lo único que consiguen es seguir propagando la epidemia, siempre en perjuicio de las personas más vulnerables: las personas mayores y quienes tienen alguna condición previa de salud. Quizás haya que meterse a fondo a los túneles de la depresión y la ansiedad que se han manifestado en nuestros días y atenderlos sin temor, con urgencia y calidad humana.
El planeta nos grita que repensemos nuestra estancia en él. ¿Cuántas promesas no se hicieron hace unas semanas de cambiar la forma en que lo habitamos? Hoy ya están rompiéndose. Es buen momento para asignarnos un nuevo ethos, como el que se atribuían Homero o Aristóteles, cargado de vida, plenitud y congruencia.
Manchamanteles
En Estados Unidos ya es una moda oponerse a los cubrebocas en todos los espacios posibles. En México hay quienes también lo hacen con todo el cinismo que les es posible. Aseguran que están en “pleno uso de su libertad”. Eso es debatible en muchos sentidos, pero lo que me parece curioso es que, de la noche a la mañana, quienes antes conocían vagamente la palabra cubrebocas se han vuelto hoy filósofos del concepto. Es curioso cómo intentamos racionalizar decisiones que tomamos directamente desde el hígado y desde nuestra egocéntrica voluntad de que sea nuestra voz la que cuente.
Narciso el obsceno
“Relaciones de bolsillo”, dice Zygmunt Bauman. La prerrogativa del deleite narcisista ha marcado el día a día de la publicidad actual, la cual siembra el dispendio hedonista de satisfacer inmediatamente los deseos propios, aunque ello implique que se rompa el lazo social. De tal suerte, hacerse de un objeto —y hasta de un sujeto si se puede— es el fetiche del triunfo de un egoísmo que da la dicha de tener lo que el otro no tuvo. Es un triunfo pírrico y sin mucho sentido, pero triunfo —narcisista— al fin.