Criar pollos en los patios y jardines de las casas (a ver cómo le hacen en los departamentos de interés social en la CDMX y demás ciudades del país) para no consumir aquellos engordados con hormonas, y producir verduras y legumbres para el autoconsumo, no es necesariamente, como algunos malintencionados lo han dicho, una “idea bolivariana” o del desagradecido asilado Evo Morales.
No.
Primero, es una propuesta del señor presidente de la república desde los lujosos salones virreinales del Palacio Nacional en su decálogo para afrontar la “nueva normalidad”, después de que México ha domado a la pandemia… según los datos que él tiene.
Segundo, es necesario decir que, a mediados de los años setenta del siglo pasado, el gobierno de Luis Echeverría, cuando el actual presidente era fervoroso militante del PRI, se impulsó e impuso desde el poder político unipersonal un programa público llamado Huertos Familiares. Es decir, hoy no hay mucha novedad, aunque la mayoría de los mexicanos no tengan registro de ese pasado tan remoto del que ya hace como 50 años.
El programa era sencillo: El gobierno federal distribuía semillas de verduras y legumbres; los ciudadanos las recibían o recogían y en sus casas las sembraban, primero en cajas recortadas a la mitad de leches como Alpura, Lala o Chipilo (el escribidor no recuerda otras marcas) o en latas de chiles y atún Calmex (La Costeña y Morena no existían todavía o eran poco conocidas) o de La Lechera y así; los retoños debían ser trasplantados en bateas, tinas o cajas mayores (en la azoteas y en las “jaulas” del tendido de la ropa) o en los jardines o patios de las casas que lo tuvieran, para contribuir a la autosuficiencia alimentaria y a un consumo sano. Los productos eran variados: jitomates, tomate, ejotes, acelgas, lechugas, rábanos, zanahorias, vamos hasta brócoli.
Y es muy difícil negar que ese programa tuvo repercusiones nacionales; es decir, se escuchó y también se puso en práctica en todo el país. Fue amadrinado por la entonces “compañera” presidencial, María Esther Zuno de Echeverría.
Decían que era una idea muy atractiva. México debería recuperar su “riqueza” de allá en el rancho grande, que antes sólo beneficiaba a los hacendados y que ya debía dar bienestar a todos los mexicanos: que los frutos de los limoneros, los aguacates, los guayabos, los naranjos, los nísperos, los chirimoyos (¡qué son?, preguntarán los jóvenes de hoy), todos árboles silvestres que daban frutos en los patios y corrales del país, aunque nadie les invirtiera. La lógica irrefutable.
Y, bueno, los jitomates, los tomates, los rábanos, las zanahorias, las lechugas, producidos por cada familia serían una fuente de ahorro que podría ser invertido en otras necesidades o, quizás, en lo que en ese tiempo se llamaba todavía “negocio de viudas” (meter el dinero al banco para ganar intereses); no mucho, pero algo era algo.
Sin embargo, el programa no tuvo mucho éxito. En marzo 1980, el gobierno de José López Portillo anunció la creación de Sistema Alimentario Mexicano (SAM), para resolver el problema nacional de abasto de productos básicos, que esencialmente venían del extranjero y no de los huertos familiares en las azoteas ni de los patios ni jardines de las casas de los mexicanos. Hoy hay una entelequia similar encabezada, eso dicen, por Ignacio Ovalle que busca lo mismo.
Desde el Antiguo Testamento, el Eclesiastés ya decía que no hay nuevo bajo el sol, mucho menos lo hay en la restauración del régimen de la corrupción mexicana.
DE LECTURA YA DE PIE: El escribidor debe confesar que fue beneficiario del programa de los huertos familiares. Una mala tarde de ahogo económico, como muchas, un buen amigo (Juan Francisco Campos Rodríguez, QEPD) encargado de un huerto familiar muestra en San Jerónimo Lídice, resolvió que la comida del día saldría de ahí. Cosechó brócoli. Lo puso a hervir y al primer hervor saltaron unos animalejos. “Haz de cuenta que es una sopa Campbells de verduras con trozos de pollo”, dijo; y claro que nos la comimos.