jueves 21 noviembre, 2024
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«RIZANDO EL RIZO» El pretexto: la expulsión de los jesuitas de la Nueva España

 

[]pues de una vez para lo venidero deben saber 

los súbditos del gran monarca que ocupa el trono de España, 

que nacieron para callar y obedecer, y no para discurrir, 

ni opinar en los altos asuntos del Gobierno.

Marqués de Croix, 25 de junio de 1767

A principios del siglo XVIII, según lo explica Richard Herr en España y la revolución del siglo XVIII, tuvo lugar un cambio en el pensamiento. Esto se percibió en los países europeos, principalmente en los protestantes. Precedidos por los humanistas, pensadores como Descartes, Locke o Buffon emitieron una serie de críticas a la teología escolástica que derivaron en el cuestionamiento de los dogmas eclesiásticos, sobre todo en los campos científicos. Cuando tales cuestionamientos comenzaron a penetrar en los países católicos se inició el periodo conocido como “Ilustración”. Así pues, en Francia estas ideas germinaron y maduraron lo suficiente como para que Voltaire y un grupo conocido como les philosophes pudieran atreverse a cuestionar el orden establecido, desde el punto de vista de la ética secular, haciendo a un lado a la Iglesia y velando por la libertad.

Con el auge de estas ideas, en cuya labor de difusión destacan personas como Rousseau o Montesquieu, también en los países católicos tuvo lugar una serie de cambios dirigidos a la configuración del Estado para fortalecer el poder secular sobre el eclesiástico. Fue una etapa de grandes modificaciones económicas marcadas por la Revolución Industrial y el expansionismo. Junto con el cuestionamiento de  los dogmas eclesiásticos se ponía en entredicho también el poder que representaban. Como resultado, el poder secular adquirió mayor importancia, y con las nuevas concepciones fundadas en las ideas de libertad, fraternidad e igualdad, las “luces” se irradiaron desde Francia hacia todo el mundo. Sin embargo, cuando llegaron a España no lo hicieron postrados sobre una clase media pujante, como la francesa, sino sobre los monarcas ilustrados, quienes recuperaron la crítica a la Iglesia y la libertad del Estado, pero ignoraron las libertades individuales y negaron la igualdad de las personas.

Estos monarcas tomaron en sus manos el porvenir de sus súbditos. Estaban orientados por las doctrinas mercantilistas y eran reconocidos en la época como fisiócratas. Estos personajes —a quienes hoy se conoce como “déspotas ilustrados” por haber sido influidos  por las ideas de secularización— concentraron aún más el poder en sus manos de manera paralela a la disminución del poder eclesiástico. Para conseguirlo no solo debilitaron políticamente al enemigo, sino que además se hicieron del poder económico que requerían internacionalmente mediante una serie de desamortizaciones. El principal representante del absolutismo fue el francés Luis XIV, quien —según Herr— “convirtió a la Iglesia en un acólito del Estado”. En 1682 decretó la declaración de las cinco proposiciones, donde incluyó una de las ideas más importantes que explicaban el nuevo papel del Estado frente a la Iglesia: “Los romanos pontífices no tienen sobre los reyes, ni en los asuntos civiles, potestad alguna, ni siquiera indirecta”.

Con esta declaración, se abrió una era de concentración del poder en las manos del monarca. España no fue la excepción. Luego de la Guerra de Sucesión, la casa de los Austrias salió del trono y llegó la de los Borbones. Los descendientes de Luis XIV, y herederos del despotismo ilustrado, impulsaron una serie de reformas tendientes a la secularización en España y sus reinos. Si bien en España ya existía una tradición absolutista, no hubo una etapa más radical que la preconizada por Carlos III, quien —además de llevar a cabo las llamadas “reformas borbónicas”— ordenó la expulsión de los jesuitas de España y de todos sus dominios.

En España, los jesuitas eran ejemplo de gran fuerza eclesiástica, lo mismo que en Francia y Portugal, las dos naciones que se adelantaron a expulsarlos. No obstante su poder político y económico en toda Europa, tenían en España el avance educativo necesario para oponerse a las ideas que atacaban a la Iglesia y, principalmente, al papa. Llamaban jansenistas a sus enemigos, pero también a los del supremo pontífice, lo que prueba la estrecha vinculación que existía entre ambos. Los jesuitas, que representaban el poder clerical, fueron expulsados como consecuencia de las ideas del despotismo ilustrado. Carlos III mostró desde el principio su tendencia antijesuítica en sus ideas secularizantes y absolutistas y en las de los políticos que lo rodeaban, tales como Pedro Rodríguez Campomanes, quien se nombró fiscal del consejo de Castilla y que además tuvo un papel muy importante en la ejecución de la orden de expulsión.

Con Carlos III gobernando España, las políticas estuvieron concentradas en fortalecer el Estado y sus vertientes para promover nuevas empresas mercantiles. Pero para lograrlo eran necesarias dos cosas: establecer la hegemonía del Estado en cuanto a la ejecución del poder político y hacerse de los bienes que representaban el dominio económico de cara al subdesarrollo de España en comparación con sus colonias. Así, los bienes de la Compañía de Jesús pasaron a formar parte de los fondos estatales.

El poder político alcanzado por los jesuitas —quienes a menudo tenían conexiones con altos mandos políticos, así como relación estrecha con el papado— no fue, sin embargo, la única razón de su expulsión. Eran también expertos del control económico y administrativo como orden, lo que se reflejaba en la enseñanza notablemente superior a la de otras órdenes, e incluso en sus relaciones con terratenientes. Pero personalmente eran austeros y maestros apreciados en sus lugares de origen, cuya riqueza cultural les granjeó las simpatías de sus alumnos y de personas influyentes. Para el gobierno de Carlos III, una de las razones principales que motivó la expulsión fue la importancia económica de la orden y su influencia política, pero para consumar el extrañamiento era necesario recurrir a una causa legal lo suficientemente válida.

El pretexto comenzó a gestarse en 1766 con el llamado “Motín de Esquilache” en Madrid. El ministro de Hacienda, también nombrado ministro de Guerra, el marqués de Esquilache, fue víctima de un motín, un arma política que se utilizaba con frecuencia para emplear la fuerza coactiva popular a favor de facciones políticas. Las consecuencias del suceso fueron el debilitamiento del prestigio y autoridad real, ante lo que se volvió necesario hallar un culpable. Se iniciaron investigaciones para encontrar a los instigadores y —como era de esperarse— hubo mucha gente implicada. Entre los personajes estaban políticos y representantes de grupos privilegiados que inmediatamente encontraron la manera de desligarse; otros más fueron perdonados mucho antes que se iniciara la investigación. Así pues, esta última terminó haciéndose tan solo para probar que los jesuitas eran responsables.

Pedro Rodríguez Campomanes estuvo a cargo de la investigación, y a pesar de haber reconocido la intervención de otros grupos implicados, señaló a los jesuitas como manipuladores que se oponían a la autoridad del rey. La consecuencia directa fue que Carlos III ordenó la expulsión de los jesuitas de España y de todos sus reinos. El Real Decreto fue enviado a todas las autoridades españolas y se ordenó que no se abriera hasta el 2 de abril de 1767 y que en cuanto se hiciera se condujera a todos los jesuitas fuera de España y de sus dominios. En Nueva España era entonces virrey el marqués de Croix, y —a su vez— José de Gálvez era el ministro en calidad de visitador general; juntos cumplieron la medida.

El absolutismo era imponente. La declaración del marqués de Croix ante los reclamos de quienes defendieron a los jesuitas se basó en recordarles su lugar natural: “callar y obedecer”. El rey era el único capaz de decidir, y disentir a sus designios era igual a estar en su contra. Entre los jesuitas y en la sociedad novohispana el impacto de la expulsión fue tan fuerte que diversas hipótesis sostienen que con ella se inició el movimiento de independencia. Sin duda, el impacto del extrañamiento constituyó una de las causas. La mayoría de los jesuitas expulsados terminaron en Bolonia; tal fue el caso de Francisco Javier Clavijero, quien —como muchos de sus acompañantes— consideró a las tierras americanas su patria. Ahí generaron grandes obras literarias, pero también históricas, pues la mezcla de su experiencia americana con las ideas de la Ilustración pulieron una interesante gama de contribuciones. Luis Maneiro escribió con nostalgia en Bolonia: “¡Sepultura, señor en patrio suelo, / pedimos a tu trono soberano: / quisiéramos morir bajo aquel cielo / que influyó tanto a nuestro ser humano. / No pedimos, gran Rey, mayor consuelo; / para nosotros todo fuera en vano, / a golpes del trabajo consumidos, /  y en las nieves de Italia encanecidos!

Ilustración. Diana Olvera

Manchamanteles

Mi padre, Ignacio Osorio Romero, director del Instituto de Investigaciones Bibliográficas y de la Biblioteca Nacional de México —e investigador de ingenio y curiosidad incansables— fue amante de las letras clásicas y un gran estudioso de las aportaciones de los jesuitas a la Nueva España. Reconoció la importancia de la orden para las buenas letras novohispanas en colegios y profesores jesuitas que enseñaron latín en Nueva España. A él dedico este breve homenaje.

Narciso el Obsceno

Contaba Narciso sin parar, contaba los números del uno al millón y del cinco al doscientos. Embelesado por las cifras, grababa cada frente con un número y construía con su arrogante semblante un muro de cuerpos sin vida que perdieron de un momento a otro su identidad. Dejaron de tener nombres y madres y padres; dejaron de tener hijos y amigos. Solo eran un montón de huesos necesarios para levantar el muro donde pondría su estatua.

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