El coronavirus que comenzó en Wuhan, China, se ha extendido a varias decenas de países en Asia, Europa, América, África y Medio Oriente. El virus respiratorio sigue propagándose por el mundo y ha obligado a diversas naciones a reforzar las medidas de aislamiento, para frenar los contagios entre su población.
La Organización Mundial de la Salud (OMS) ya declaró al COVID-19 como una pandemia que, desde diciembre de 2019 a la fecha, ha cobrado la vida de más de 46 mil personas y ha infectado al menos a 900 mil.
Se trata de un reto enorme para los científicos y profesionales de la medicina, dedicados a contener el avance de la epidemia y evitar más decesos, justo en el momento más álgido de la crisis de salud internacional más grave de los últimos tiempos.
China y el mundo entero están luchando a todo vapor contra el virus. Aunque es difícil precisar la letalidad del coronavirus, la comunidad médica internacional ya ha detectado varios patrones con datos interesantes: el COVID-19 es menos fatal que la influenza estacional, con una tasa de mortalidad del 2%; los niños parecen menos propensos al contagio, mientras que los adultos mayores han sido infectados de manera desproporcionada.
Otro dato de interés para especialistas es que los hombres tienen más probabilidades de convertirse en víctimas fatales, en comparación con las mujeres. La mayoría de las publicaciones médicas explican que los hombres producen respuestas inmunes más frágiles que las mujeres, registran tasas más altas de consumo de tabaco, y presentan más casos de diabetes y de hipertensión, condiciones que aumentan el riesgo de complicaciones después de una infección.
Por primera vez en la historia, todas las compañías farmacéuticas han abierto sus bibliotecas de archivos y toda la información de sus estudios clínicos hechos anteriormente, para encontrar lo más rápido posible un tratamiento o una vacuna para el COVID-19.
En este momento hay 80 estudios clínicos a nivel mundial, 11 compañías trabajando en tratamientos, seis más dedicadas al desarrollo de vacunas y otras dos dedicadas a diseñar nuevos dispositivos para detectar más temprano la infección en los pacientes.
Toda clase de experimentos y estudios científicos se han desarrollado vertiginosamente en diversas partes del mundo para combatir el COVID-19. En Estados Unidos, por ejemplo, es posible utilizar el plasma de la sangre de pacientes que se recuperaron del coronavirus para tratar a los pacientes en estado crítico.
El gobierno de China construyó en tiempo récord un hospital con mil camas para atender a los pacientes contagiados y ordenó la incineración de las personas que murieron infectados por el virus.
También ha utilizado instrumentos de alta tecnología y la inteligencia artificial para limpiar, esterilizar, entregar medicamentos y alimentos entre la población infectada, a fin de reducir el contacto entre humanos. Además de drones de vigilancia y cámaras de reconocimiento fácil y medición de temperatura.
Estados Unidos anunció la transfusión de plasma en víctimas del contagio cuya vida corre peligro, siempre que los doctores hayan obtenido el permiso correspondiente de la Administración de Alimentos y Medicamentos (FDA, por sus siglas en inglés), encargada de aprobar el uso de nuevas medicinas, vacunas y procedimientos quirúrgicos.
Hoy, una de las preocupaciones tiene que ver con la protección del personal médico encargado de atender a quienes se han contagiado. Un equipo de investigadores australianos anunció que probará a gran escala una vacuna utilizada durante décadas contra la tuberculosis que aplicará a unos 4 mil trabajadores sanitarios para verificar su capacidad de reducir los síntomas del COVID-19. Pruebas similares se harán en otros países como Holanda, Alemania y el Reino Unido.
De esta forma, la comunidad médica mundial une sus esfuerzos en un hecho inédito para hacer frente a un nuevo enemigo, silencioso y letal, que amenaza la existencia de la humanidad.
