Durante cuatro horas y media, la manada feminista compartió su advertencia: “¡Se va caer, se va caer, el patriarcado se va caer!”.
Es la consigna que se comprometió a aliviar con urgencia el dolor de una madre que ahí, en Avenida de la República, contaba cómo los peritos y jueces buscaron desmontar las evidencias de feminicidio de su hija para armar el expediente de una joven con ánimos suicidas.
Es la marcha del Día Internacional de la Mujer convertida en confesionario público y colectivo: “Un padre machista me hizo feminista”, se leyó en una cartulina.
Por eso los testimonios se desplegaban en las fotos de quienes ya no regresaron a sus casas: Vanesa, Karina, Guadalupe, Mabel, Daniela, Beatriz, Abigail… Y las confesiones se hicieron en voz alta, micrófono en mano, en la tribuna de la Antimonumenta, sobre avenida Juárez, a donde durante cinco horas decenas de mujeres pasaron a llorar su rabia: la que fue violada por su padre y diagnosticada loca por denunciarlo, la que quiere justicia y verdad para su niña rota por quien debía cuidarla…
Y a las confesiones desoladoras que se pronunciaron del Monumento de la Revolución al Zócalo capitalino se sumaban las ilusiones que se anuncian, en papel, como buenas noticias:
“Tranquila, madre. Hoy no voy sola en la calle. Me cuidan mis amigas”.
Esa es la manada que este domingo 8 de marzo de 2020 extendió el reclamo “al Estado opresor” para que lo escuchen los hombres de la familia, de la escuela y del gobierno.
Son las mexicanas de la generación igualdad, las que llevaban en un nicho el clítoris de terciopelo, rodeado de flores que muy temprano compraron en el mercado de Jamaica, como cuando sus abuelas iban a saludar a la Guadalupana.
Pero también iban ahí las fervientes de la Virgen del Tepeyac, a la que portaron en lienzos, túnicas, pendones, en esta convivencia de señoras mayores con universitarias de cabelleras rosa.
“Nosotras no celebramos, nosotras marchamos”, se aclaró en las pancartas, como un deslinde con el pasado inmediato, el mismo que se hizo en cada contingente donde se habló de que estaban ahí “para romper la cadena de la impunidad misógina” y de las autoridades, dijeron, empáticas con los victimarios, nunca con las víctimas.
Porque hubo batucada, ronquido de caracol, incienso y humo verde y morado, lluvia de diamantina sobre el asfalto, velos de tul rosa, sombreros de sol y de brujas y en las camisetas de las marchistas la palabra sororidad.
Llegaron indígenas, trabajadoras domésticas, futuras médicas, científicas, cineastas para insistir que jamás volverán a callarse, que son más grandes que cualquier depredador, que a las niñas no se les toca y que ellas deciden con quién se visten y con quién se desvisten.
Indignadas por el ácido en el rostro de la saxofonista María Elena Ríos, por la agonía de Fátima y los oídos sordos de un Poder Judicial que abandonó a Ingrid y a Abril, centenares de alumnas de universidades públicas y privadas se inauguraron como marchistas, con la advertencia de que tendremos que acostumbrarnos a verlas juntas, porque así son invencibles.
En la vanguardia del luto, quedó la advertencia de que no aceptarán que la Fiscalía cercene el tipo penal feminicida.
Y entre los colectivos feministas sonó y se leyó el “verga violadora, a la licuadora”.
Pero una convocatoria las unió a todas: “Señora, señor… No sea indiferente, que matan a mujeres, delante de la gente”.
Porque caminaron unidas, aun cuando el relato en los medios sobre la furia de los comandos feministas armados las describiera distintas.
Y, no. Porque después de que las del rostro cubierto tiraban cristales y vallas con machetes, palas, picos y palos, siempre vino el “¡Fuimos todas!” a coro de las que también cantaban: “¡El que no brinque es macho!”.
Frente a Bellas Artes, sobre Eje Central, casi esquina con la calle 5 de Mayo, la única vía que las autoridades capitalinas dejaron libre para el paso de la marcha, los comandos feministas elevaron el nivel de su rabia hasta tirar las cubiertas metálicas de algunas fachadas de protección.
Y mientras una integrante de esa brigada se destapaba la cara y los pechos, para encarar a los elementos de seguridad vestidos de civil, las marchistas justificaban a gritos: “¡Mejor violentas, que muertas!”, “¡No soy monumento, por eso no me cuidas!”.
No todas gritan. Algunas prefieren sacar la cartulina para ese momento: “Tantas policías para defender piedras, pero ninguna a nosotros”.
Y no falta el “¡Eso, mamona!”, una especie de olé torero para la que logra, a machetazos, tirar alguna valla que, pronto, se convierte en tarima de un performance y en rampa para el salto de una bailarina.
Y cuando los extinguidores de los policías se activaron para frenar los martillazos del comando, una vez que sus encapuchadas integrantes no toleran la picazón en la garganta y los ojos, el coro de la marcha reclamó: “Policía, escucha, tu hija está en la lucha”.
Hubo también encuentros generacionales: integrantes del Comité de Huelga del 68 que eran aplaudidos por una joven del contingente de los pañuelos verdes y que pedían aborto legal ya en toda la República.
De las mascadas color morado que tapizaron el paisaje –ese que desde las alturas de un dron era uno solo entre las bugambilias de la Alameda Central y la vestimenta de las marchistas— sobresalieron las de las chef pasteleras de La Esperanza que, sonrientes, emocionadas, ondearon las suyas desde el primer piso de la panadería.
Al final, ya en el Zócalo, la manada hizo el reclamo que llevaba: “El deber del Estado no es vender billetes de Lotería ni cuidar las puertas de Palacio Nacional. Su obligación es garantizar el derecho humano a la vida de las mujeres”.
Fue el manifiesto que la Asamblea Feminista Juntas y Organizadas 8M leyó en las voces de Sara, Alicia, Karla,
Estefanía, Yan e Ivette, desde un templete y una explanada desbordados de mujeres que daban fe de que el de ayer fue un clamor popular, sin acarreos ni partidos ni tutelajes mediáticos.
“El Estado feminicida debe entender que sabemos que nos tenemos solo a nosotras. Pero eso es tener mucho…”, leyeron.
Y miles, miles, miles, más que nunca en el Zócalo, demostraron que eso era cierto.