Por MARISA IGLESIAS
“SEÑOR, SEÑORA, NO SEA INDIFERENTE, QUE MATAN A MUJERES EN LA CARA DE LA GENTE”
Trepidante. Así fue la Marcha feminista del domingo 8 de marzo en la Ciudad de México. Marcha con mayúscula. Poderosa, vibrante, estremecedora. Inolvidable.
El Monumento a la Revolución es un hervidero de colores, sonidos y olores. Negro, morado, verde. Batucadas, cacerolazos, caracoles prehispánicos. Flores y copal. Los contingentes se alistan en su cauda de contrastes: Familiares de víctimas de feminicidio, colectivos feministas, escuelas y universidades públicas y privadas, colectivos gay, indígenas, de trabajadoras domésticas. Hay electricidad en el ambiente. Se respira alegría. Se respira dolor. Se respira rabia.
La Marcha arranca con fuerza propia, pero a lo largo de cinco horas es un huracán imbatible. Cabelleras naranjas, rosas, azules, verdes, violetas, canosas. Trenzas, chongos, rastas, penachos, melenas sueltas, cabezas rapadas. Labios morados y verdes. Humo verde y morado. Diamantina morada. Flores, velos, alas, bicis y patines. Ombligos, piernas, pechos al aire. Una gran vagina de satín y terciopelo en un nicho, como virgen en procesión. Tenis y botas, brasiéres sin blusas, símbolos del Monte de Venus en las mejillas, perros, niñas coreando consignas, mamás con bebés de brazos. Mujeres marchando con bastón, en silla de ruedas, madres acompañando a sus hijas con una pancarta que dice “Prefiero marchar con ellas a marchar por ellas”. Joder…
En el Antimonumento de Avenida Juárez, que el domingo también fue hembra y se llamó Antimonumenta, y en el Zócalo, se escuchan testimonios desgarradores de mujeres víctimas de violencia. Confesiones vergonzantes, reclamos destemplados, llantos incontenibles. Y el llamado a ya no soltarse unas a otras. A estar juntas. A luchar juntas. Esa será, ahora lo saben, su fuerza.
Algunos hombres se atreven a apoyar en la escalinata del edificio del Banco de México. Dos o tres entrañables y entusiastas miembros del Comité del 68 aplauden el paso de la marcha y repiten, en voz grave, sus consignas. Las marchistas responden casi siempre con el pulgar en alto. Pero otras, muy pocas, elevan con desprecio, el dedo medio. Ni hablar… hoy no queremos hombres. Ni para apoyar. Ese es el mensaje. Hoy vinimos a escucharnos a nosotras mismas y a reflejarnos en las otras.
“ME PREFIERO VIOLENTA QUE VIOLADA”
Un grupo de chavas vestidas de negro, embozadas, violentan la valla metálica que impide el paso en Madero y Eje Central. Patean y golpean con tubos y martillos. Logran romperla. Llega la policía y las chicas se retiran. Se escucha una detonación. Las policías resguardan la entrada a Madero, la entrada tradicional de las marchas hacia el Zócalo. Hay una pequeña batalla campal entre humo de extinguidores. Nada grave.
Son comandos, como bien las bautiza mi colega Ivonne Melgar, con quien comparto la experiencia. “Comandos feministas”, les llama. Atacan en grupos de diez, visten de negro y van embozadas y armadas con latas de aerosol de colores, palos, tubos, martillos, polines y palas enormes, como para cavar una tumba. Ahora lanzan cohetones tras la valla que protege Bellas Artes. Les responden desde dentro con humo de extinguidores. Otras hacen pintas en el muro de lámina que guarece el edificio del Banco de México, unos centímetros bajo mis pies. Son muy jóvenes y temerarias. Operan sin miedo y con rabia. Con una rabia insondable. ¿De dónde viene? ¿Qué la provoca? ¿En dónde está su origen?
“TIEMBLEN MACHISTAS, QUE AMÉRICA LATINA SERÁ TODA FEMINISTA”
Lo que prevalece, sin embargo, es la algarabía del empoderamiento. El estruendo de la euforia. A partir de las 4 de la tarde circula la primera cifra oficial: 80 mil. Al menos 80 mil mujeres protestando contra la violencia de género, contra el machismo, contra el feminicidio en la Ciudad de México. Y la retaguardia aún está lejos, muy lejos, del Zócalo.
Las consignas se gritan con una energía feroz: “NO ES VIOLENCIA, ES AUTODEFENSA”. “EL ESTADO OPRESOR ES UN MACHO VIOLADOR”. “UN PADRE MACHISTA ME HIZO FEMINISTA”. “VERGA VIOLADORA, A LA LICUADORA”. Y de Chile para el mundo, resurge el himno feminista del Siglo XXI: “Y LA CULPA NO ERA MÍA, NI DÓNDE ESTABA NI CÓMO VESTÍA: ¡EL VIOLADOR ERES TÚ!”.
La energía es todopoderosa. Hacia las 5 en el cruce de Avenida Juárez y Eje Central no cabe ya ni una alma. Los “comandos feministas” han provocado varios enfrentamientos con la policía. Llegan a lanzarles, incluso, un par de bombas Molotov Pero ni eso detiene esta Marcha-tanque. Marcha que se blinda a sí misma.
En el trayecto final por 5 de mayo hacia el Zócalo quedan las cicatrices de la furia. Los muros protectores de lámina han sido destruidos, los vidrios de las puertas de todos los edificios están rotos. Las persianas metálicas de los comercios, todas, pintarrajeadas. Hay fotos, con nombres y apellidos, de hombres violentos pegadas en bancas, basureros y paradores. Y dos estampas conmovedoras: Las reposteras de la pastelería La Esperanza, de mandil y gorros de chef, agitando pañuelos morados desde un balcón del edificio. Y un pequeño cementerio silencioso de cruces rosas y moradas hechas con palos de paletas heladas clavadas en el macetero de un árbol. Joder…
A las 6 de la tarde los contingentes siguen entrando al Zócalo y la plancha parece una gran flor morada. Las marchistas están sentadas en grupos. Comen, checan sus celulares, comentan la información, ríen, se abrazan. Otras han tomado el enorme templete frente a la Catedral y desde ahí, cantan con los puños en alto. Es la imagen del triunfo.
Delante de Palacio Nacional un gran grupo se reúne alrededor de una fogata. Una mujer baila. Y todas gritan cada vez que el fuego chisporrotea. Lo hacen al estilo de los apaches de los programas en blanco y negro de la tele de mi infancia: El Llanero Solitario o Custer. Tapándose y destapándose la boca muy rápidamente para producir un grito intermitente. Hay algo dulce en ello. Un jugueteo infantil. Las policías observan desde las orillas de la plaza, entre perplejas y agotadas. Mujeres al fin, también ellas. Los muros y puertas del Palacio Nacional están completamente grafiteadas. ESTADO FEMINICIDA, dice una pinta. Y frente al edificio de la Suprema Corte, las marchistas han dejado bajo las jacarandas algunas pancartas. Una dice: “¿Qué cosecha un país que siembra muertos?”. Me estremezco de nuevo. Porque no he dejado de estremecerme. La experiencia ha sido telúrica. De camino al Metro, dos chicas muy jóvenes se besan apasionadamente recargadas en un muro. Y que ruede el mundo. México, hoy, es de ellas.