“El hombre no puede sostener mucho tiempo al hombre,
ni tampoco a lo que no es el hombre”.
Roberto Juarroz
El individualismo está destruyendo el planeta. La idea de que el propio ser es lo más importante que existe, profesada por millones de personas, es simplemente insostenible. La voracidad con la que consumimos los recursos que cada vez parecen más escasos no puede extenderse mucho más sin revertirse sobre nosotros. De hecho, ya mismo lo está haciendo. Los efectos del calentamiento global, que el “líder del mundo libre” se esfuerza en minimizar, se hacen cada vez más presentes.
El individualismo es una creación moderna por antonomasia, se construye desde el protestantismo y tiene claramente su lado positivo, pues es baluarte para quebrar la culpa y el malestar. El individualismo entendido como independencia y autosuficiencia es sinónimo de madurez. Sin embargo, el individualismo exacerbado no deja de ser acrítico y atemporal. El olvido de la dimensión social de la persona, de cómo ésta hace posible al uno frente al todo ha sido la razón histórica de los más grandes fracasos de la humanidad.
Ante este panorama, parece difícil encontrar soluciones, y —más que eso— parece difícil encontrar la voluntad política para llevarlas a cabo. El sistema individualista se extiende a todas las escalas. No solo es más importante mi persona sino también mi nación, mi identidad, mi color de piel: esa es la máxima que siguen defendiendo los llamados países del primer mundo. Podemos estar tan en desacuerdo con ellos como queramos; lo cierto es que siguen ejerciendo un poder capaz de destruir el planeta con la facilidad que les otorga su papel protagónico en el ámbito político.
No se equivocaba el equipo de Donald Trump cuando hace unas semanas lo comparaba con el archivillano de Marvel, Thanos. Ambos pueden destruir a un gran segmento de la población con solo chasquear los dedos. Uno, con superpoderes; otro, con un botón nuclear. No cabe duda de que el reloj del fin del mundo se encuentra a cien segundos del colapso, y es que —con los líderes que están moviendo las palancas de la historia— es difícil que las predicciones sean optimistas.
Imaginar un panorama donde estos líderes, que no hacen más que mirar su propio ombligo, cambian su perspectiva y deciden trabajar por el bien común es, por dejarlo barato, inocente. Los discursos de racismo y odio en Norteamérica han demostrado su efectividad, han dejado claro que siguen siendo populares y respaldados por millones de personas, aunque las luchas cotidianas por las libertades sean su mayor resistencia.
Pero la culpa no es solo de estos líderes ni de los discursos de racismo y odio. Trump es el fruto de un sistema que lleva años idolatrando el individualismo, colocándolo en la cima de los valores humanos. Y no hablo solo del sistema económico ni del monstruo del consumismo… Hablo también de la cosmovisión sobre la cual se ha asentado la civilización occidental. La propia teoría de los derechos humanos ha pasado grandes desilusiones intentando deshacerse de esa concepción, donde el yo es más importante que el nosotros. Asimismo, no deja de resultar preocupante que la construcción de arquetipos sobre el deber ser afecten las conciencias a tal grado que la negación se vuelva incluso contra la propia individualidad. Tal parece que el mal se ejerce hacia afuera y hacia adentro.
La historia reciente fue construida con la propiedad como bandera. Ha habido algunas fuerzas que han abogado por la propiedad colectiva, pero la mayoría, la que ha movido el dinero y los intereses políticos más grandes, ha enaltecido la propiedad privada con esta perspectiva individualista como ninguna. Incluso en los países donde las fuerzas en pro de la propiedad colectiva han logrado a ratos cambiar el panorama, los años han terminado por darles la razón a los individualistas.
La visión individualista del mundo fue la que hizo que los propios derechos humanos tuvieran que ser divididos en dos: los civiles y políticos, por un lado, y los económicos, sociales, culturales y ambientales, por el otro. Los primeros son los que incluyen la propiedad privada. Por eso el Pacto Internacional que los protege no tuvo dificultades en ser aceptado por la comunidad internacional. En él quedaron cristalizados los intereses de las cúpulas de cualquier rincón del planeta.
Los Derechos Económicos, Sociales, Culturales y Ambientales (DESCA) tuvieron que ser relegados a un pacto aparte para que ninguna firma temblara con respecto a los civiles y políticos. Los DESCA velaban por el bien común, por el desarrollo conjunto, porque la ciencia beneficiara a los pueblos, y la educación llegara a cada esquina. Claro que el individualismo no podía aceptar cosa semejante. Con este marco jurídico, ha sido una gran tarea introducir conceptos sobre los derechos colectivos. La propiedad intelectual que tienen los pueblos indígenas sobre sus productos, las tierras que históricamente pertenecen a los pueblos, la soberanía que las comunidades tienen sobre sus recursos, son —todos— conceptos que ponen en jaque a la propiedad privada y al individualismo sobre el cual se construyó nuestro sistema.
El giro no puede ser moral. Como ya dijimos, Trump no va a despertar un día y repentinamente aceptar el verdadero significado de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. No podemos esperar a que los responsables de los daños por los que pasa el planeta resuelvan un día de raíz nuestros problemas simplemente porque entiendan que el bien común está en peligro. Para ellos, siempre será lo más importante el individuo (su propia persona), y no habrá poder humano que cambie este hecho. A esto se refiere Gilles Lipovetsky cuando asegura que “las soluciones vendrán de la inteligencia, no de la moral”.
Como ha dicho el filósofo, somos presos de una sociedad de consumo que se alimenta de un individualismo al que, al mismo tiempo, nutre. Revertir este proceso no se logrará predicando ni promoviendo bienes abstractos que algunas cúpulas jamás aceptarán. Las soluciones tendrán que buscarse en otro plano, no en el de la moral.
Manchamanteles
¿Cuántas veces oiremos lo mismo? El amor prevalece. ¿Lo necesitamos? ¿Es parte de nuestra cosmovisión? De inmediato se oye una voz en off: “Nada ya es en el amor y en las relaciones de pareja como antes”. Todo ha cambiado. Los códigos de comunicación y las formas y métodos para comunicarse también. Ya no es preciso tener una conversación telefónica para hacer una cita. Ahora el esperado “te amo” puede llegar por vías muy distintas que una declaración en un espacio o instante escogido e idílico. Las redes sociales (Twitter, Facebook, Whatsapp…) han cambiado los códigos, pero no el laberinto sociocultural ni el valor del amor como tal. Como diría Amado Nervo, “ama como puedas, ama a quien puedas, ama todo lo que puedas. No te preocupes de la finalidad de tu amor”.
Narciso el obsceno
Al hablar de los problemas que presentan las redes sociales, Margo Glantz aseguró: “La utilización de las redes sociales para fines políticos aviesos no me gusta. […] Tampoco me gustan la proliferación de fake news, las violentas agresiones verbales, el discurso del odio, el narcisismo rampante, la destrucción paulatina de la intimidad, la progresiva dificultad de concentrarse, la dispersión”. ¡Cuánta razón tiene Margo! Las redes están invadidas de un narcisismo rampante que reafirma el valor supremo de la individualidad a costa de todo. Son su expresión más violenta, pues se trata, además, de un narcicismo que aprovecha la ausencia y el anonimato para cobrar en otro el engrandecimiento propio. El narcisista se construye desde la destrucción de los demás.