La imagen es horrible, cruel, inhumana. Vea usted a un niño, mexicano, de once años, armado con dos pistolas disparando contra sus maestros y sus compañeros dentro de su escuela.
No se escandalice. Así ocurrió en esta sociedad nuestra. La de él, la de usted, la mía, la de nosotros, sí en plural.
Ahora imagine algo peor: usted es padre, madre, hermano, hermana, abuelo, abuela, tío, tía, primo, prima, vecino, vecina, profesor, profesora, compañero, compañera del niño de once años que disparó y mató a una de sus maestras, hirió a otro profesor y a cuatro compañeros más dentro de su escuela, y luego cometió suicidio.
Imagine usted lo que pensarán, sentirán, elucubrarán, fantasearán y se desesperarán y hasta se pondrán histéricos todos ellos. Seguramente tendrán razón. Quizás todos ellos o, al menos, la mayoría, necesitarán terapia y muchos años más tarde, o antes, reaparecerán el ruido de los disparos y las imágenes que se quedan en el subconsciente; el ruido y la imagen de este México nuestro.
La mayoría sólo se sentirán testigos involuntarios y lavarán su conciencia, tratarán de evadir el difícil trance vivido; otros se sentirán culpables por no haber descubierto las armas, la condición emocional de presunto culpable (según el debido proceso, se dice), sus delirios o su depresión, la muerte de la madre y la aparente ausencia del padre, el acoso (buling, le dicen) escolar, el deseo de “ser alguien” en la globalización anónima.
El abandono.
La soledad, pues. ¿Alguien puede imaginar la soledad y sus demonios en un niño de once años?
Una soledad interna expuesta a muchos factores externos, entre ellos la violencia familiar, la violencia social, la presión social (en este caso escolar), la presión interior, la presión propia (alguien puede imaginar siquiera qué pensaba este niño).
Yo no.
El escribidor no estudió más psicología que dos cursos absolutamente diferentes, uno en el bachillerato y otro en la universidad. Insuficientes para cualquier diagnóstico, pero que ofrecieron algunas armas para preguntar. Por eso se sorprende que haya en las redes sociales tantos presuntos psicólogos, psiquiatras, expertos en la conducta y comportamiento humanos y sociólogos, quienes en dos segundos diagnostican y dictaminan sin mayores datos ni conocimientos, pero que tienen o eso creen una superioridad moral que les ofrece su teléfono inteligente o su computadora portátil o de escritorio, como en la que también se escribe este texto.
Lo único claro es que ese niño de once años, asesino él, es producto de la sociedad mexicana del siglo XXI y, seguramente, de los años atrás, por sus padres, por sus abuelos, por su familia, por sus compañeros, por sus amigos, por su entorno social.
Sí, claro, por supuesto, muchos otros niños estuvieron expuestos a los mismo y no son, hasta ahora, asesinos… y ojalá no lo sean.
Culpar de la violencia sólo a los videojuegos o a la televisión o al cine o a los cómics o a la lectura de la violencia es una salida fácil o una puerta falsa. Una postura cómoda, liberadora, lavado de conciencia.
¿Fue el Estado? Pues tampoco, aunque no está exento.
¿Todos somos Torreón? Piénsele.
En este México nuestro por cada homicidio (más de 35,000 en el año 2019; sí, sí, sí, ya sé, antes también hubo miles de asesinatos, pero nunca como en el 2019) hay otros tantos asesinos, todos mexicanos y esos asesinos también tienen padre, madre, hermanos, abuelos, tíos, amigos, compañeros, esposas… Son el ejemplo. Los asesinados están en las tumbas, a lo mejor desaparecidos; los asesinos están libres, impunes en su inmensa mayoría.
Éste es nuestro México. Ni modo; nos guste o no. El de la impunidad campante, nuestro producto. (Sí, el escribidor sabe que hay mexicanos buenos, pero la evidencia es que los malos ya los superaron. Se sabe, desde la época mora en lo que hoy es España, que Dios ayuda a los buenos, siempre y cuando sean más que los malos).
Hoy nos repudiamos, escandalizamos, compadecemos a un niño de once años asesino ya escucho y leo: “¡lo está revictimatizando!”, que no es el primero ni el único ni lamentablemente será el último, y tenemos que llorar, parafraseando a Hemingway, por nosotros mismos.
P.D. Por cierto, es absolutamente plausible, sin regateo alguno, que el Señor Presidente de la República haya mostrado su pesar y haya enviado sus condolencias a los involucrados en le horror de Torreón. Con sinceridad, ¡aplausos! y también una petición: sería posible que mostrase esa misma empatía con los familiares de niños con cáncer que mueren por falta de medicamentos y tratamientos en los hospitales públicos (a donde van quienes no pueden pagar la medicina privada) y que haya medicinas para que ya no mueran más… también para los adultos.