Por Jeannette Gorn Kacman
Hace poco, hace nunca, ayer, mañana, ¡quién sabe…! Las palabras agresivas, las que te congelan, no tienen tiempo ni espacio. Alguien que debió ser un rey azul grisáceo (más grisáceo que azul), de esos reyes a los que tira el caballo, me dijo que yo no podía bailar a la luz de la luna porque tenía impedimentos. Yo quería gritar: “¡No soy inválida! Si camino con dificultad, es porque tengo una pierna que arrastra varios muertos”. Quien me lo dijo no tuvo amiguitos enfermos en su infancia y no aprendió que un ser humano no es un brazo o una pierna (ni que el deseo logró que dejara de ser la cojita para ser una mujer). Mientras estas palabras golpeaban lo poquito que quedaba de ingenuidad en mi alma, me di cuenta de que sus ojos no brillaban y, entonces, descubrí que él no deseaba nada ni a nadie. Recordé a mis amiguitos hospitalizados y, desde ese recuerdo, construí esta historia que voy a contarles. Pero quiero subrayar que nunca me fijé en lo que les faltaba, sino que vi lo que les sobraba: amor. Hay ciertas concesiones sociales para los defectuosos como yo: estacionamientos, baños, rampas… Pero…, pero… me gustaría estar otra vez con mis amigos lisiados, que amé y me amaron. Aquí va la historia.
¡Qué bulla! En la casa de al lado había mucha gente vestida de negro. Con ese calor managüense, olía a flores muertas la casa de don Esteban Álvarez. Él era el dueño de toda la manzana de San Antonio, donde vivíamos en Managua; yo solía ir a platicar con él cuando estaba en su mecedora, ahuyentando el calor. Era un hombre viejo, pero no era viejo en realidad. Me gustaba hablar con él porque al final de la plática me dejaba ver una vitrina con cosas muy chiquititas que, según él, había traído de Turquía.
Aquella vez, él se dio cuenta de que yo estaba ahí, frente a una caja puesta en lo alto que yo no alcanzaba a ver. Se acercó a mí y me dijo: “Titita (así me decían de cariño), ¿quieres conocer lo que es la muerte?”. ¡Qué miedo! Era yo muy pequeña, y todo iba tan rápido… “Sí”, le dije con mi corazón palpitando de miedo. Me cargó, y yo cerré los ojos. No sabía qué iba a ver, y fue muchas veces peor de lo que imaginé. Era una mujer que parecía estar viva, de pelos güeros largos, maquillada, con las uñas y los labios pintados de rojo, vestida de negro; parecía que dormía, pero su color amarillo cera decía otra cosa. ¿Eso era la muerte?
Estaba viva-muerta-cera en una caja y luego la iban a enterrar viva-muerta. Fue horrible, más horrible de lo que yo podía imaginar. Eso de viva-muerta reventó todas mis fantasías de niña. El señor Álvarez me puso en el suelo, y yo corrí hacia mi casa, gritando a pulmón batiente: “¡Odio la muerte, odio la muerte!”. Llegué a casa muy excitada. Mi papá me regañó porque las niñas judías no debían andar velando muertos. Los muertos judíos eran diferentes. Pero no me consoló. Nunca más pude ver la vitrina del señor Álvarez, porque ahí estaba la sombra de la muerta. Ya nunca pude vivir mi infancia, porque la hija del señor Álvarez era una muerta-viva.
La esposa del señor Álvarez se llamaba Adela. No la recuerdo; era la sombra del señor Álvarez. ¡Ah!, tenían también una hija Adelita, quien tenía un hijo y era fea, fea con efe de foco. Adelita desapareció con la muerta, con todo e hijo. Una tarde muy managüense, con calor y calor me contó el señor Esteban que se había ausentado porque se fue a Estados Unidos a arreglar papeles para que Adelita se casara con un viudo gringo y cuidara así de todos los hijos. Se muere una, la hermana se casa con el viudo, no hay hueco, todo se vuelve a tejer, no hay ausencia, no hay dolor. “Sí”, dijo el señor Álvarez, “así es señorita: todo igual, sólo una hija muerta en el panteón”.
Yo también tengo una hija muerta en el panteón, pero fue una muerte niña; no hubo necesidad de reparar nada. Y tengo la enorme suerte de tener una hija viva, una paloma que siempre busca un nido y tiene ojos de capulín. Por eso un pedacito de la tierra mexicana es mía, sólo mía, porque ahí descansa una niña muerta que se llevó la alegría de vivir y se llevó la posibilidad de ser feliz. Nadie sabe que algunas tardes lloro a solas una nostalgia tan grande por algo tan diminuto. ¿A quién se le puede ocurrir que lloro por un amor que me robó la muerte?
En Managua me moría de aburrimiento y, como andaba patinando, me salí de mi cuadra y vi mucha gente entrando y saliendo a un lugar que me pareció muy grande. Patinando, patinando, me acerqué, y era un hospital de niños pobres. Eso me dejó muy azorada, y me propuse a averiguar de qué se trataba.
Un día papá mandó a Raúl (su chofer) por mí y me llevó a ese hospital, pero del otro lado, y entré a un cuarto donde había una cunita. Papá me dijo: “Mira: es tu hermanito”. Yo cerré los ojos con fuerza, pero ¿y la curiosidad? Los abrí, y un bebé muy bonito hacía gestos; creo que desde ese día lo odié. ¡Hombre! Oh, oh, papá estaba feliz. Vinieron fiestas y fiestas, la circuncisión, lo vendieron… Me puse feliz porque lo vendieron. Pero no: era simbólico; no se fue. Le pusieron José por mi abuelo, y todavía ese niño me incomoda.
La casa era grande y tenía un patio trasero. Hubo un terremoto de los que hay en Managua, y se abrió un hoyo en el patio, y cayó un zopilote herido. ¡Tenía pánico a tal criatura! Iba por un palo y le pegaba al zopilote hasta que vomitara algo negro. Salía corriendo. “¡Papá, papá, el zopilote!”. Papá se aburrió del asunto y desapareció al zopilote (y, con ello, la perversidad de mi infancia).
Mi hermano se enfermaba siempre. Traíamos colgada al pecho una bola de naftalina; según mi abuela, era para evitar que nos diera polio. Aun así, mi hermano se enfermaba y se enfermaba.
El día aquel que fui con mis patines al hospital, vi niños y entré. Me encontré con niños y niñas de caras tristes, y yo, niña también, decidí ayudar para que fueran felices. Yo tenía siete años. Empecé a robar en la tienda de papá juguetes y ropa para llevárselos a los niños. Papá se hacía un poco de la vista gorda, y Raúl me ayudaba con las cajas para repartir los obsequios a los niños. Una monja hermosa que se llamaba Sor Amor me ayudaba a organizar mi pequeño botín. Un día cualquiera, Sor Amor empezó a decir que yo era una santa, niña santa, santa niña. Me metía a la cama de los niños enfermos y jugaba con ellos. A veces Sor Amor me decía: “Con ése no”. Pero yo veía su carita de dolor de niño grave y jugaba con él. Así transcurrió mucho tiempo. Ya era yo conocida en el pabellón de niños pobres como la Santa… Santita.
Mi hermano se enfermaba y se enfermaba, hasta que un día se convulsionó por la fiebre. Mi madre salió corriendo con él y entró por la puerta de los pobres, que era la más cercana a la casa. Sor Amor la vio y pidió ayuda: “¡Corran! ¡Es la madre de la Santa!”. Mamá, muy afligida, no oyó nada en ese momento.
Mi hermano se alivió, y, antes de que lo dieran de alta, Sor Amor fue a visitarlo. Felicitó a mi mamá por tener una hija Santa… Santita. Mamá me pegó hasta el cansancio; me gritaba que yo era portadora de enfermedades. Nos cambiamos de casa; se me quitó lo de Santa… Santita. Entre los judíos no hay santos. A mis amigos enfermos se los llevó la enfermedad, la pobreza y la ignominia de los golpes de mi madre.
Adenda: Aprovecho esta ocasión para agradecer a los lectores y el espacio generoso de Mujeres es más. Al tiempo que les deseo unas felices fiestas para reencontrarnos en un venturoso 2020. Felicidades.