¿No está más cerca el rememorar involuntario, la mémoire involontaire de Proust, del
olvido que de lo que generalmente se llama recuerdo?
Walter Benjamin, Tesis sobre la filosofía de la historia
El pasado lunes (18 de noviembre) se cumplieron 97 años de la muerte de Marcel Proust. A estas alturas, es posible ya afirmar sin temor a equivocarnos que no sólo ha sido uno de los máximos exponentes literarios de Francia, del género novelístico del siglo XX, del pueblo judío o de la comunidad homosexual, sino una de las mayores cumbres de la cultura occidental, una figura comparable con Platón, Shakespeare, Marx o Freud, que transformó profundamente la manera como los seres humanos nos comprendemos a nosotros mismos.
Justamente con Freud coincide Proust en la búsqueda de lo inconsciente, lo que mostró Jean-Yves Tadié en su libro de 2012 El lago desconocido: Entre Proust y Freud (Le lac inconnu : Entre Proust et Freud). Proust y Freud compartieron —además del origen judío— la misma pulsión, que por distintos caminos condujo a ambos a sumergirse en las aguas misteriosas del inconsciente. Por esta razón resulta más interesante la categórica afirmación de Tadié: “Ninguno de los dos, y hay que subrayarlo porque es una pregunta que se ha planteado a menudo, leyó al otro”. Élisabeth Roudinesco, en cambio, en su exquisita biografía de Freud, afirma que el padre del psicoanálisis sí leyó al autor francés, pero no le gustó. Más allá de si se leyeron o no, es patente el hecho de que era urgente para la sociedad occidental inhalar vientos frescos —más allá del pensamiento exclusivamente racional— y abrir un camino a la intersubjetividad, punto en el que, curiosamente, hoy volvemos a coincidir como aldea global.
Proust nació en París el 10 de julio de 1871. Paradójicamente —porque era hijo del renombrado médico Adrien Proust—, muy pronto se manifestó su condición asmática y, en general, se precario estado de salud, que lo marcó de por vida. Gracias al renombre de su familia, Proust pudo conocer los más altos estratos de la sociedad parisina y entablar relaciones de amistad con personajes que dieron un fuerte impulso a su carrera de escritor, como el novelista Anatole France o el célebre dandi aristócrata Robert de Montesquieu. En la década de 1890 (cuando tenía poco más de 20 años), Proust decidió dedicarse definitivamente a la literatura. Su primer gran proyecto literario fue Jean Santeuil, una novela que finalmente lo decepcionó y sólo se publicó de manera póstuma, en 1952.
De aquellos primeros años (1896) es también su primer libro dado a la imprenta: la colección de relatos y viñetas Los placeres y los días (Les plaisirs et les jours) —cuyo título es una variación decadentista del poema didáctico de Hesíodo Los trabajos y los días (Ἔργα καὶ ἡμέραι). A pesar de sus amistades, ninguna casa editorial se interesó por la primera obra de Proust, quien tuvo que costear la edición con su propio dinero (algunos años más tarde, en la ciudad de Buenos Aires, otro de los escritores más importantes del siglo XX padecería la misma situación: Jorge Luis Borges).
Varios sucesos ocurrieron en la vida de Proust entre el fracaso de Jean Santeuil y el comienzo de su siguiente gran proyecto literario. Quizá los más importantes fueron la muerte de sus padres (en 1903 y 1905, respectivamente) y el conocimiento de la obra del crítico de arte británico John Ruskin, de quien Proust tradujo al francés dos importantes obras: La Biblia de Amiens (en 1904) y Sésamo y lirios (en 1906). Se cree que fue hacia 1907 cuando Proust renunció a la vida mundana y prácticamente se encerró en una habitación —como siglos antes Montaigne— para comenzar a escribir la obra que lo volvería inmortal: En busca del tiempo perdido (como el poeta español Pedro Salinas traduciría atinadamente a nuestra lengua À la recherche du temps perdu).
¿Qué es En busca del tiempo perdido? Antes que nada, es una novela inmensa —y, no obstante, inacabada— que, dependiendo de las ediciones, oscila entre las dos mil y las tres mil páginas. Resulta muy lógico que una novela tan extensa esté dividida en partes, las cuales son a su vez siete novelas completas: Por el camino de Swann (Du côté de chez Swann), A la sombra de las muchachas en flor (À l’ombre des jeunes filles en fleur), El mundo de Guermantes (Le côté de Guermantes), Sodoma y Gomorra (Sodome et Gomorre), La prisionera (La prisonnière), La fugitiva (La fugitive) y El tiempo recobrado (Le temps retrouvé). De los siete libros, sólo los primeros cuatro aparecieron en vida del autor y, por lo tanto, están completos. Los tres restantes son, en alguna medida, reconstrucciones de los editores a partir de los manuscritos.
En busca del tiempo perdido relata en primera persona la vida de un hombre que desea ser escritor, desde los primeros recuerdos que guarda en la memoria —vagos e imprecisos— hasta el momento en que ha desarrollado todas las capacidades que necesita un escritor y puede, por lo tanto, enfrentarse a la creación artística. No se trata de una autobiografía, pero es innegable que el protagonista de la novela (a quien los lectores solemos llamar el Narrador, porque jamás menciona su nombre) posee muchos rasgos en común con Marcel Proust. No obstante, también hay marcadas diferencias; por ejemplo, el Narrador no es homosexual (aunque el tema de la homosexualidad, en hombres y en mujeres, sí se trata en la obra y se ilustra con otros personajes).
Para quienes no lo han leído, Proust suele ser un típico escritor burgués sin ningún compromiso social. Nada más equivocado, pues En busca del tiempo perdido critica ferozmente a la burguesía. En opinión de Proust, la burguesía no tiene el prestigio de la aristocracia (pero sí su vacuidad) ni tampoco la vitalidad del pueblo (pero sí su vulgaridad). En la burguesía, pues, no hay virtud alguna, sólo defectos —idea que podemos suscribir hasta nuestros días (y a veces pienso que hasta el fin de los siglos).
Hubo, además, un hecho político concreto ante el cual Proust demostró un compromiso inquebrantable: el llamado caso Dreyfus (l’affaire Dreyfus). Alfred Dreyfus fue un capitán judío francés al que, en 1894, se acusó injustamente de haber trabajado como espía para Alemania y se condenó a trabajos forzados en la Isla del Diablo, en el territorio ultramarino de la Guayana Francesa. Pronto se demostró su inocencia, pero las autoridades francesas —en un claro acto de antisemitismo— se negaron a rectificar su sentencia. Sólo después de 12 años y de mucha presión por parte de algunos grupos de la sociedad francesa —entre los cuales destacaban los intelectuales, encabezados por Émile Zola—, el capitán Dreyfus fue declarado inocente en 1906.
Manchamanteles
En Francia aún esgrimen la locución “magdalena de Proust” para referirse a un signo que, de manera involuntaria, estimula la memoria. En el primer tomo de En busca del tiempo perdido (Por el camino de Swann), el Narrador, siendo ya adulto, rememora su infancia a partir del aroma de una magdalena (lo que en México sería una especie de “conchita”) humedecida en té, pues cuando era niño la tía Léonie le convidaba esa merienda en el pequeño pueblo de Illiers-Combray. Hasta el día de hoy, los pasteleros mercantilizan el pan señalando que el trabajo literario de Proust impregnó también su vida cotidiana entre hornos y chimeneas.
Narciso el Obsceno
Según Proust, los mayores celosos son quienes sienten celos exorbitantes del pasado, pues son demasiado narcisistas para tener celos del hoy o del mañana —que creen controlar—, pero les angustia el ayer por ser inamovible. Los únicos celos invencibles, pues, son lo que se esconden en el imaginario narcisismo de controlar lo que ya es irremediable. ¿Aún abundan los celosos proustianos? ¿Le suena conocida a usted esta costumbre? A fin de cuentas, lo vivido es sensatamente íntimo y propio, pero cada uno está en su derecho de empañar su narcisista imaginario de todos los días, y cada quien obedece al espíritu de la época al que ciñe su deseo.