“…si ellos aman sin saber por qué,
no odian por más firmes razones”.
William Shakespeare, Coriolano, II, 2
Vivimos en tiempos gobernados por el odio. Para muestra, no hace falta más que echar un vistazo a las redes sociales o a los discursos de distintos mandatarios. El odio se propaga en los medios de comunicación, de boca en boca, a través de las redes, en los discursos políticos y en las calles. Muchas personas suelen justificar esas expresiones de odio: no sólo dicen que son inofensivas, sino que las defienden como ejercicios de libertad. La realidad es que son sumamente peligrosas y pueden derivar en la muerte.
¿Qué es, sino una expresión de odio, encerrar a un niño en una jaula, separarlo de sus padres y someterlo a tratos inhumanos? Es una forma de decirle: “tú no eres persona”, “no vales tanto como yo”, “tú no tienes derechos”. Día con día, el gobierno estadounidense y sus operadores envían a los pueblos latinoamericanos un mensaje muy claro, un mensaje de odio.
El trato que nuestros connacionales están recibiendo en los Estados Unidos —algunos por no llevar papeles, otros simplemente por ser “demasiado” morenos— es parte de un entramado perverso que en conjunto constituye un discurso discriminatorio. Es cierto que un país tiene derecho a defender sus fronteras, a imponer reglas para quienes quieran trabajar en su territorio y a vigilar su cumplimiento. Lo que ningún país puede hacer es pasar sobre la dignidad de los otros en nombre de sus reglas.
Cada vez que un niño es separado de sus padres en los centros de detención; cada vez que un latino es privado de su libertad ilegalmente —así sea por dos horas— sin más razón que su color de piel; cada vez que alguien transgrede la intimidad, los datos personales y los dispositivos electrónicos de un turista, el gobierno de los Estados Unidos manda un mensaje a cada uno de nosotros, mexicanos, latinoamericanos. El mensaje es: “te odio”. Y no importa lo güeros que nos creamos, lo internacionales que nos pensemos: el mensaje es el mismo.
Lo curioso es que, en vez de oponernos a esta violencia, la replicamos. Cuando llegan a México nuestros hermanos latinoamericanos, ¿a poco los tratamos mejor? Por supuesto que no. Los tratamos a patadas, con la punta del pie. Decimos que son más morenos que nosotros, más pobres, menos educados. Les tengo una noticia: desde Europa y Estados Unidos, todos nos vemos iguales.
El odio fluye en todas direcciones y a máxima velocidad. Cito los ejemplos de Estados Unidos y México por ser los más cercanos, pero el síntoma es el mismo en todo el mundo. Puede ser que todo se haya desatado con mayor fuerza a partir del 11 de septiembre de 2001, cuando el discurso empezó a equiparar migración con terrorismo. Desde entonces, muchos poderes empezaron a considerar a las personas provenientes de países “tercermundistas” como el enemigo público.
La decisión fue estratégica. Si el enemigo era el migrante, el salvador sería quien tuviera el discurso de odio más arraigado, y para eso la ultraderecha se pinta sola. Esta propaganda le convenía: inventarse una guerra contra la migración colocaría a estos poderes en amplia ventaja. Es así que hemos visto en cada rincón del mundo erigirse Bolsonaros, Trumps y Le Pens. En España está el partido Vox, y en Latinoamérica hay también señales de alarma. La nostalgia por las dictaduras es otra forma de odio: el odio a la libertad individual, al librepensamiento de nuestros vecinos, al razonamiento crítico de nuestros compañeros.
Muchos piensan que esta actitud no hace daño, pero cambia países, los vuelve territorios hostiles. Piensan que sólo es una muestra de libertad, pero anula democracias, las arrastra hasta convertirlas en una deformidad distópica. Piensan que es un derecho, pero acaba con vidas.
Sí, el odio acaba con vidas. Hay gente que es asesinada sólo por su color de piel, por su religión, por ser mujer, por su origen étnico, por su orientación sexual… No vayamos tan lejos: en México hay personas que han sido asesinadas por irle a un equipo de futbol. ¿No lo vieron en las noticias? También es odio: es miedo a la libertad, miedo a cualquier diferencia, por mínima que sea. ¿Qué tiempos tan lamentables estamos viviendo para que el futbol sea una razón para matar?
No creo que la forma de combatir el odio sea volvernos una bola de predicadores de discursos new age que sostengan que todos somos en el fondo “seres de luz”. Ni siquiera creo tener idea de cómo mitigar este odio, pero creo que debemos empezar por hacernos responsables de haber transmitido su discurso.
Debemos dejar de lavarnos las manos, de decir “no soy racista”, “no soy machista”, “no soy homofóbico”, “no soy intolerante”. Es momento de aceptar que también hemos sido emisores del odio, que hemos sido Trumps en nuestros ámbitos más inmediatos, y empezar a tomar cartas en el asunto. De nada sirve evadir la responsabilidad. Hay que tener el valor de decir: “sí, he sido intolerante y voy a hacer algo al respecto, a cambiar lo que sea necesario para ya no serlo”. De otro modo, seguiremos en el mismo costal que quienes maltratan a nuestros compatriotas, seremos —por igual— mensajeros del odio.
Manchamanteles
Un día como hoy, pero de 1964, el filósofo, narrador y dramaturgo francés Jean-Paul Sartre rechazó el Premio Nobel de Literatura. Sartre —cada vez más comprometido con las revoluciones de esos años contra el imperialismo, especialmente con la rebelión contra el gobierno francés en Argelia— denunció así el odio de los franceses que se cubría con el disfraz del racismo. Sartre rechazó el Nobel por medio de una carta que apareció publicada en el diario Le Figaro (él mismo pagó la publicación) y posteriormente fue traducida al inglés en The New York Review of Books. El texto es una muestra de la consecuencia de su filosofía, pues en él asegura que las grandes competencias provocan odios y que él desea desvincularse de todo eso. Sartre apostó a la existencia perenne, no al huevo de la serpiente.
Narciso el Obsceno
El narcisista a veces se esconde en el odio. Pretende controlar el destino de los demás porque su ego ventilado —como la barriga de una larva— no acepta las condiciones del mundo si no se reconoce primero como el triunfador. Algunos dicen que ésta es la razón de la reyerta entre dos hermanos conocidos: Abel y Caín. ¿Todos tenemos nuestro Abel y nuestro Caín? No es fortuito: es ancestral.