Gabriela Rodríguez, titular de la Secretaría de las Mujeres de la Ciudad de México, durante un acto público en marzo de este año, utilizó un término que no es ni inocente ni ajeno, para referirse a las feministas de un modo tan tergiversado como despreciativo. La indignación estalló en redes sociales, sin embargo tenemos que ser críticos y aceptar que si de eso se tratara, no sólo sería ella quien tendría que “renunciar” a su cargo.
La muestra más reciente de esto, son las múltiples reacciones de desacreditación a las manifestaciones que, en legítimo derecho, han realizado mujeres y grupos feministas en la Ciudad de México, en demanda de la ineficiente respuesta del Estado en los casos de violencia sexual y feminicidios cometidos contra mujeres y niñas.
En las reacciones expresadas a través de medios de comunicación y redes sociales, ha predominado el desprestigio al movimiento feminista, mediante discursos que por un lado exhiben la misoginia que atraviesa a hombres y mujeres de este país, al emplear expresiones peyorativas tradicionalmente utilizadas contra las mujeres sólo por ser mujeres. Y por otro lado se trata de discursos que no son triviales, también poseen la intencionalidad de romper con la sororidad pretendida ante una realidad que aqueja a las mujeres como colectivo; porque al buscar la polarización se promueve la invisibilidad de la violencia machista que predomina, y en el peor de los casos, algunas mujeres optan por tomar posturas patriarcales que perpetúa la problemática.
Pero además, esa desacreditación generalizada contra las movilizaciones de protesta, escalan desde las ofensas en redes sociales, pasando por convocatorias para agredir a las mujeres –no sólo a las feministas–, hasta el diseño e implementación de políticas públicas omisas e indiferentes. Como vemos, esos calificativos de “provocadoras”, “locas”, “exageradas” y “violentas” forman parte de las creencias en las que se apoya la violencia de género sistemática, y que siendo más críticos, en alguno de los eslabones todos y todas hemos transitado.
Como vemos, esta problemática radica en las entrañas de una cultura cuya ideología machista está profundamente arraigada. Siendo más optimistas, en momentos como este se puede hacer una pausa para observar, reconocer y desmontar –o al menos cuestionar– esas estructuras que nos dictan que lo “natural” es discriminar, violentar, y menoscabar el cuerpo y la vida de las mujeres. Pues es en este sitio adquirido como “deber ser”, donde reposan todas las justificaciones ante la violencia de género, ese impulso que parece dictar que todo tiene más valor material y simbólico que lo femenino.
Si nos atrevemos a analizarlo de esta manera, estaríamos habilitados para comprender desde dónde emergen las resistencias por parte del Estado y algunos sectores de la sociedad, hacia las luchas feministas que a lo largo de la historia han buscado –y logrado– reivindicar los derechos de las mujeres; al tiempo que han visibilizado las desigualdades que sufren. De modo que este movimiento radica en una propuesta epistemológica, pero sobretodo política, que resulta contra intuitiva, porque pone en jaque las posiciones de poder y privilegio, y las creencias patriarcales y misóginas con las que se configura nuestra cosmovisión. En pocas palabras, el feminismo resulta “políticamente incorrecto”, de ahí que muchos y muchas busquen alejarse de esta puesta política a favor de la igualdad, por considerarlo “exagerado”.
Ojalá entendiéramos que el debate no radica en ser feministas o no, radica en cuestionar si somos misóginos o no, renunciar a nuestras creencias y prácticas misóginas; y en todo caso tendría que implicar reconocernos parte del problema o de la solución.