Por Walter Beller
En contra de la tradición cristiana de la caridad (en el sentido de la “virtud de amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo”), hemos sido testigos del odio traducido en acciones de terrorismo con el consiguiente clima de terror e inseguridad susceptible de intimidar a la población en general, según definición de la ONU sobre ‘terrorismo’. La hipótesis más ampliamente reconocida sobre el terrorismo doméstico es que los hechos lamentables han ocurrido, entre otras causas, a consecuencia del discurso de odio, amplificado desde el poder político. ¿Por qué el odio desde el aparato gubernamental? El discurso contrario a la caridad cristiana tiene al menos cuatro condiciones.
- Usar un escenario de polarización. Sin atizar el mal humor social no nace el odio. Según el psiquiatra español Carlos Castilla del Pino, el odio es una relación destructiva respecto de una persona (o grupo de personas) y la imagen de esa persona, a la que se desea destruir, ya sea por uno mismo, por otros o por circunstancias tales que deriven en la destrucción que se anhela (Teoría de los sentimientos, p. 291, Tusquests). Según esto, el odio busca destruir la imagen social y convertirla en un ser odiable por y para alguna comunidad. Los pronombres se convierten en definiciones corrosivas: Nosotros y Ellos, según su carácter diferencial: Nosotros somos buenos porque Ellos son malos. La simpleza de esta oposición es efectiva si se acompaña de listados de agravios: Ellos se aprovecharon, beneficiaron y formaron un club de privilegiados, Nosotros somos sus víctimas y buscamos la reivindicación de la justicia negada antes; Ellos son una minoría, Nosotros repesentamos a la mayoría. ¿Quién es la mayoría? El Pueblo. Nosotros, se remanta, “no somos iguales”.
- Para odiar hay que estar con otros. Como dice Castilla del Pino: “El odio es un excelente nexo entre los miembros de un grupo y, con él, se pasa a ser uno de los fieles” (p. 297). Es la “comunión por el odio”. El éxito del discurso de odio es identificar y convencer al grupo que Nosotros tenemos los mismos motivos para injurirarlos, insultarlos y lastimarlos, ya que odios comunes unen estrechamente. Entraña un pacto: debes odiar con la misma intensidad que el grupo. Si alguien no odia como los demás del grupo, inmediatamente “ya no es de fiar”. Se aprende a odiar. ¿Cómo? Como se enseña la educación sentimental, en un país que tiene contrastes sociales y culturales. Aprendiendo a desconfiar de Ellos.
- Se debe emplear la retórica de la amenaza, unas ocasiones de manera velada, y otras brutalmente directa. Obviamente, el discurso de odio no solo descalifica (Ellos son “hipócritas”, “mienten”, “engañan”, “falsean datos en nuestra contra”), sino que se reproduce una y mil veces porque Ellos no desaparecen, están allí para recordar que el discurso de odio –paradójicamente– los necesita. No hay discurso de odio sin seres cuya existencia no se borra de la historia (los judíos ante los nazis). La fantasía del discurso del odio es que en algún momento las personas que se odian desaparecieran, sin más. Solo así se calmaría la fantasía de destrucción. Pero como eso no ocurre, el discurso de odio está condenado a la impotencia. Ellos siempre estarán ahí, en el mismo espacio social, político e histórico que Nosotros. La prensa crítica constituye un dispositivo igualmente odiable porque recuerda constantemente esa impotencia. Por supuesto, debe haber un proceso de ocultamiento de deseos destructivos. “El odio no es lo mío”, “No soy vengativo”. Pero la negación es afirmación, revela el psicoanálisis.
- Excluir toda posible cercanía con Ellos. Los objetos de amor tienden a ser buscados para mayor intimidad y proximidad. En contraste, los objetos de odio tienen que permanecer alejados, y mientras más lejos, mejor. Dado que no se puede acabar materialmente con el objeto odiado, el discurso de odio se monta en una estrategia sistemática destinada a menoscabar dicho objeto. Eso explica los exabrutos y la manera ríspida de tratar a los que se han elegido como adversarios, como opositores, sin que se llegue a la condena pública que tendría que acompañarse de alguna denuncia penal. Hay límites que se mantienen si se mantiene un principio de realidad. “La difamasión, la columnia, la crítica malevola son formas de destrucción relativa del objeto odiado que se pueden llevar a cabo sin demasiado riesgo ni desprestigio” (p. 295). Pero si no se miden las consecuencias, el precio que se paga es demasiado grande porque los efectos se pueden revertir e incluso caer en la desesperación. Al no poder desaparecer los objetos odiados, el sujeto del discurso de odio termina por odiarse a sí mismo. “Odiar es odiarse, aunque no de la misma manera que al objeto: el odio a sí mismo tiene más de autodesprecio” (p. 296). Y es que el odio enfermizo es más próximo al delirio porque se termina experimentando una paranoia que, en poder, es algo sumamente peligroso.
Walter Beller Taboada. Es doctor en filosofía por la UNAM y maestro en Teoría Psicoanalítica. Estudió Derecho en la Escuela Libre de Derecho y realizó estudios en la Universidad de Texas en El Paso. Es Profesor-investigador Titular C en la UAM Xochimilco, en el Departamento de Educación y Comunicación. Autor del texto El concepto objeto de transformación en el modelo educativo de la UAM Xochimilco (UAM-X, 1987), del libro Inconsciente, lógica y subjetividad. Los caminos del psicoanálisis.(Editorial académica española, 2012), Cuaderno de Argumentación (libro didáctico, 2016), entre otros. Coordinador de asesores del presidente de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (1991-1994). Coordinador General de Difusión de la UAM (2013-2016). Mantuvo la columna ‘Ensayo y Horror’ en el periódico Excélsior.