jueves 21 noviembre, 2024
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CULTURA VIDA

Miguel León-Portilla. Por amor a la verdad

Por Saray Curiel

Recordamos todavía su polémica disputa con Edmundo O´Gorman cuando se conmemoraron los quinientos años de la llegada de los españoles al Nuevo Mundo. Ante la pregunta de si fue conquista, invención o encuentro de dos mundos, la respuesta de Don Miguel no fue la más acertada. Esto aún lo pensamos muchos, pues parecía contraponerse con lo que él mismo había defendido desde siempre, haciendo mucho ruido e incomodando a tantos. Cómo no iba a hacerlo, si Don Miguel era finalmente el responsable de que volviéramos los ojos a las culturas originarias desde un enfoque bien distinto a como se había acostumbrado a hacer. 

Herencia de la historiografía decimonónica, el estudio del pasado de los pueblos originarios había acarreado consigo, al menos, dos problemas: por un lado, el ideal triunfante del México prehispánico se presentaba en la exposición mexicana en el pabellón francés para celebrar los cien años de la Independencia de México, allá por los últimos años del régimen de Don Porfirio Díaz. Asimismo, en las fiestas e inauguraciones de gala, como la de la Universidad de México, se procuraba que los indios de la ciudad no entraran a incomodar a las “clases decentes”, que no se pasearan por la alameda ni se acercaran a molestar a las damas de sociedad. El indio que daba orgullo era, por supuesto, el indio muerto, no el que formaba parte de la realidad.

El segundo problema era que la excesiva atención a los cronistas hispánicos, a los monumentos y vestigios arqueológicos y su consiguiente reconstrucción histórica desde el poder ignoraba las voces de la oralidad, los códices, los espacios y recovecos donde se habían sembrado las antiguas narrativas que habían quedado olvidadas frente al aplastante dominio de la escritura, que, en la lengua náhuatl, dejó de ser considerada lenguaje jurídico y sustituida finalmente por el español. El náhuatl, ignorado por la historiografía oficial, perdió poco a poco su incesante movimiento y se asimiló desde la visión de los colonizadores.

Miguel León-Portilla no sólo escribió la clasiquísima Visión de los vencidos, sino también se acercó a las raíces nahuas y a las de otros pueblos originarios, en una lista vastísima de obras que atraviesa La filosofía náhuatl estudiada en sus fuentes, Los ensayos sobre cultura náhuatl o El reverso de la conquista. Por medio de numerosas conferencias y cátedras, su enfoque modificó profundamente el horizonte historiográfico; primero, porque Don Miguel había dado voz a los “vencidos”, combatiendo aquella máxima de que la historia la escriben los vencedores. León-Portilla escribió una historia diferente; recuperó un ángulo ensombrecido de nuestros orígenes y, aunque todavía sucumbió a la dicotomía entre vencedores y vencidos, trajo consigo un cambio paradigmático para los estudios históricos. Escribió las voces de la lengua de los otros y, al hacerlo, quebró el discurso de la alteridad y el olvido. El ejercicio de la memoria y la verdad ha sido el objetivo claro de don Miguel.

Pero, además, para escribir la visión de esos otros, de sus símbolos, de su riqueza cultural, de su conciencia histórica, Don Miguel León-Portilla aceptó, aprendió y transmitió que era necesario hablar las lenguas de los pueblos originarios. El náhuatl es, como todos los idiomas, una puerta al universo: lo recorta, simboliza y moldea con base en una cosmovisión propia. La visión de los pueblos agrícolas, su conexión con la naturaleza, la vida y la muerte, se encierran en las palabras de un idioma que fue por mucho tiempo el referente de Mesoamérica. Esta lengua todavía cuenta miles de hablantes y yace en el corazón de un país que no ha abandonado las toponimias en náhuatl acompañadas de su santo patrono.

En este horizonte, Don Miguel es el gran escritor de la Historia de los pueblos originarios, pero además reconoció, ante la mirada atónita de una herencia historiográfica escrita por los triunfadores, que también existía una verdadera filosofía náhuatl. La que por mucho tiempo fue considerada pensamiento mágico y oscuro, un momento anterior en la historia de las luces, fue por fin revalorada en su justa medida y recobrada admitiendo las preguntas más importantes de la existencia humana: había en los nahuas una visión ontológica, por decir lo menos, y Don Miguel lo gritó con orgullo y subversión.

Quizá el “encuentro de dos mundos” fue un mal momento en la historia de nuestro emérito, pero quien lo conoce, lo ha leído y sigue sus obras, conferencias y cátedras, sabe muy bien que nada le gusta más que el que se le lleve la contraria con argumentos sólidos, que se le discrepe y cuestione siempre con apego a la verdad histórica. Es virtud de sabios. Don Miguel siempre ha acogido la buena crítica con amabilidad, la responde con contundencia y es, ante todo, un gran maestro. Su nombre será siempre sinónimo del hombre que cambió la forma de ver la historia, referente de la dignificación de los pueblos originarios en el mundo contemporáneo, sabedor de la filosofía náhuatl a quien con gran respeto y admiración honramos en este bien merecido Homenaje Nacional, por amor a la verdad. 

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