Mientras veía la película Cómprame un revólver de Julio Hernández Cordón, obligaba a mi mente a creer que Huck era ficción, en cada escena en que debía ponerse la máscara y el casco para ocultar su “rostro de niña”, mi corazón se suspendía en la nada, en el terror que no se puede enunciar, en la insoportable idea de pensar que no es ficción.
Cuando yo era niña y empezaba a hacer conciencia de algunas de las atrocidades que sucedían en el mundo que habito, recuerdo haber pensado: “lo peor que puede pasar en el mundo es que vendan a los niños y las niñas”. Desde entonces, me resistía a pensar que hubiera alguien que no amara y protegiera los colores que desprenden unos pies pequeños, los millones de sueños que caben en unos ojos dulces, o las voces de lo que algunos llaman “el futuro”. Me da terror siquiera enunciarlo, pero sí existe, vivimos en un país donde suceden actos impronunciables, donde unos cuantos pretenden que el presente y el futuro de México se marchiten.
De acuerdo a la Red por los Derechos de la Infancia en México (REDIM), el 61.6 por ciento de los menores desaparecidos durante el sexenio pasado, fueron niñas. La REDIM señala también que las desapariciones se relacionan principalmente a los delitos de trata de personas, violencia y explotación sexual, tráfico de niñas y niños, así como a la violencia ejercida por grupos armados y delincuencia organizada. Lamentablemente, en lo que va del año se ha reportado que los casos van en aumento.
Estos reportes que anuncian desapariciones, tráfico, violaciones y otras formas de violencia contra las niñas, se sienten como no sentir. No se puede concebir que como Huck, haya niñas que dentro de la oscuridad aterradora de la violencia que consume sus comunidades, cabe una desolación todavía más insoportable, generada por el terror que les persiga a ellas sólo por encarnar lo femenino.
Y a pesar de la oscuridad, Huck sigue jugando y comiendo hotcakes con sus tres amigos que se multiplican a cien. Su infancia se vuelve todopoderosa, saturando todos los vacíos, haciendo música del miedo, sembrando árboles en el desierto, aferrándose a la vida. Es precisamente desde esa inefable magia, que surge la esperanza que se necesita para sobrevivir a nuestra proximidad con estas historias.
Sabemos que este atentado contra la vida y los derechos humanos de las niñas, no sólo requiere el compromiso del Estado para fortalecer políticas públicas y el sistema de justicia, para la erradicación de estas violencias; urge reconocer que la problemática ha sido menospreciada y postergada por las autoridades competentes, pero también por la sociedad. Se siguen pronunciando y replicando inconcebibles expresiones como “algo debió hacer para que le quisiera matar”, permanece esa insistencia en justificar la violencia ejercida contra una mujer; y en el caso de las menores me pregunto: ¿cómo intentarán explicar esta inhumanidad ejercida contra las niñas sólo por ser niñas?
Así, a quienes reproducen esas ideologías y prácticas machistas y misóginas, sobretodo a quienes se ocupan de la implementación de políticas públicas y la impartición de justicia, no les queda más que reconocer que esos modelos han sido precisamente el marco perfecto para perpetuar la impunidad y permisibilidad social, en el que se cometen esas inconcebibles violaciones de derechos humanos.
Afortunadamente, por otro lado está las voces y los esfuerzos de diversos órganos internacionales y nacionales, activistas, y asociaciones civiles, que luchan para proteger la vida de las niñas; a través de la exigibilidad al Estado, y la implementación de campañas y protocolos que procuran los derechos de las niñas, a vivir una vida digna, segura, libre y sin miedo.