Todas las mañanas me despierto con la vista del amanecer asomándose por la ventana y si giro la mirada hacia la derecha, veo la pared de la cual me apropié hace unos años para crear ahí mi “Galería en” o el “mural de las relaciones kármicas”, ya que está decorada sólo con cuadros e ilustraciones que me han obsequiado amigos y familiares a lo largo de los años.
Uno de esos cuadros es una reproducción de “Los Girasoles”, de Vincent Van Gogh, comprado para mí por un ser muy querido en el museo homónimo del pintor, en Ámsterdam. Despertarme y ver esas flores me llena de alegría. El amarillo ocre de las flores que inmortalizaron al pintor, con su aspecto algo marchito, lejos de deprimirme, provoca en mí una reacción dinamizante.
Jamás me había cuestionado las raíces de la reacción animosa que me genera ese cuadro porque sé que los objetos de arte nos significan, antes que nada, una emoción y, por lo tanto, la razón de que una pintura nos guste o no, es totalmente subjetiva. Pero, justo ayer, me encontré con una nota alusiva a “mi pintura” en el marco de la muestra “Van Gogh y los girasoles”, inaugurada en su museo de Ámsterdam.
Resulta que la versión de “Los girasoles” ahí expuesta (Vincent realizó cinco versiones entre 1888 y 1889), ha sido objeto de estudio desde 2016 –para su eventual restauración y conservación– con técnicas digitales que estudiaron la profundidad del lienzo, y gracias a las cuales se reveló que la pintura esconde la búsqueda frenética del autor para lograr el “amarillo perfecto”, así como tonalidades que el paso del tiempo tenía ocultas.
Es cierto que hoy Van Gogh es mundialmente reconocido como el “pintor de girasoles”, y no precisamente por ser el primero en pintarlos, sino por hacerlo como nadie lo había hecho antes.
De acuerdo con el portal del Van Gogh Museum, Vincent comenzó a pintar girasoles durante su estadía en Montmartre, tal como puede apreciarse en los cuadros “Shed with sunflowers” y “Allotment with sunflowers”, ambos de 1887.
Para entender la fascinación que la silvestre flor del sol generaba en el pintor, es necesario aclarar que en aquella época no había campos de girasoles tal como hoy los conocemos, sino que la gente común los plantaba en sus jardines, o bien, crecían a la orilla del camino. Tal vez fue su gran tamaño, forma y color –haciendo un llamativo contraste con el césped, verde y llano– lo que para él representaba un elemento natural digno de recrearse. Y es que, aunque el artista ya había realizado –unos años antes– algunos bodegones convencionales con flores, no tuvo éxito con la venta.
Entre el girasol único presente en “Allotment with sunflowers” y mis “Sunflowers” pasaron sólo dos años, en los que el pintor experimentó obsesivamente con el color. Durante la restauración “respetuosa” de “Los girasoles” con la que fue posible retirar una capa de cera que tenía un aspecto lechoso, se observó que el amarillo o los amarillos utilizados fueron el resultado de mezclas muy complejas con las cuales Van Gogh ya tenía cierta experiencia desde su época en Arles, cuando experimentó con el amarillo dorado, cobre, verdoso y rojizo con una maestría tal que también era admirada por otros pintores, como su amigo Paul Gauguin.
Dado que los girasoles se consideraban poco elegantes, al principio Van Gogh los pintó colocados sobre una mesa y contrastándolos con un fondo azul, como se observa en “Sunflowers gone to seed” de 1887. Luego, le escribe esto a Gauguin: “Mientras unos prefieren las peonias y otros las malvas, yo en cambio, elijo los girasoles”.
En el verano de 1888 Vincent decide pintar sus girasoles puestos en un jarrón. Al principio, los pinta contrastando con fondos azul claro, azul verdoso y hasta azul rey, pero después de estos ensayos, finalmente se decide por el amarillo: flores amarillas sobre un fondo amarillo, un juego de colores que él llama “luz sobre luz”.
Tras las revelaciones que arrojó la restauración de “Los Girasoles” acerca del amarillo sobre el amarillo y sus tonos originales, el Museo anunció que la pintura no podrá salir más de Ámsterdam, por lo que “conservarla tendrá ese precio”.
Por fortuna, tengo una reproducción y, a partir de ahora, la certeza de que el amarillo girasol de Van Gogh es la “luz sobre la luz” que me anima a salir de la cama por las mañanas, un fetiche que ilumina mis días y me transmite la alegría de vivir.