Aunque había estado en Japón en otras ocasiones, en abril pasado visité Kioto por primera vez con la ilusión de captar el alma de la antigua capital nipona más allá de sus clichés de geishas de postal, salones de té y majestuosos santuarios.
Con un recorrido exprés de apenas un día, mi primera parada en la bella Kioto tuvo lugar en el súper mediático Fire ramen, el restaurante de especialidad que abrió sus puertas en 1984 donde se ofrece un “green ramen” tradicional servido sobre un caldo ligero (a base de cerdo, pollo y pescado), salsa de soya, topping de cebolla y el toque tostado especial que le brinda un poco de aceite en llamas vertido sobre el caldo, justo antes de la degustación.
Comer en el Menbaka Fire Ramen http://www.fireramen.com/menbaka/index.html es todo un show. En primer lugar, porque no aceptan reservaciones, ya que el local es muy pequeño y de estilo tradicional –en barra–, por lo que sólo sirven entre 8 y 15 servicios a la vez. En segundo, porque el chef propietario y sus cocineros ofrecen a los clientes un espectáculo –bajo el eslogan “No ramen, no life” –perfectamente cronometrado de alto impacto visual, gastronómico y emocional.
Llegué al Fire Ramen unos minutos antes de las 11 a.m. (hora de apertura) y, por fortuna, mis acompañantes y yo logramos ser los primeros comensales del día. Fuimos recibidos por el mismísimo chef propietario quien, junto a dos de sus guapísimos cocineros, nos explicó muy sonriente el ritual que nos iban a ofrecer.
Antes de develarles el show, debo aclarar que, aunque los fideos ramen son de origen chino, los japoneses crearon en la época moderna una versión propia que hoy se identifica en todo el mundo como suya, y cuya mayor gracia radica en el caldo base que cada puesto callejero o restaurante crea a su estilo, ya sea con carne, pollo, pescado o vegetales y un toque de soya, mirín o sake. El secreto está en una combinación acertada de los ingredientes del caldo, la calidad de la pasta y su debida preparación, así como el tipo de alimentos que se disponen en la superficie.
Mientras nos acomodábamos los delantales especiales que nos repartieron para evitar quemaduras con el aceite, los cocineros preparaban a toda prisa nuestros tazones. Uno de ellos, servía el caldo –más que hirviente– en cada tazón. Otro, colaba en agua fría los fideos recién cocidos y uno más troceaba los tallos de cebolla.
Una vez que todos tuvimos un tazón con ramen frente a nosotros, un chef alto y con pinta de actor se acercó a la barra con una sartén de aceite en llamas y con mano firme y enguantada pasó frente a cada comensal “flameando” el caldo. Llamas altísimas y gritos contenidos inundaron el salón. Con la adrenalina al tope y el corazón palpitante, sentí más hambre de la que ya tenía, pero también alivio al ver que todos pasamos la prueba de fuego.
Una joven y atractiva cocinera brasileña con ascendencia japonesa corrió a servirnos el arroz frito y los gyozas que acompañaban nuestro ramen (una de las opciones del menú para los “side dish”) y, acto seguido, todos dijimos en voz alta “Itadakimasu”.
Afuera hacía frío; sin embargo, la emoción pirotécnica, lo reconfortante y sustancioso del caldo, lo tostado de la cebolla y la sedosa textura del ramen, me encendieron de alma y cuerpo. Gracias a los sorbos de satisfacción de mis amigos supe que estaban sintiendo lo mismo que mi dolcealterego.
Ahora sí tenía muy claro a qué sabe un ramen como Dios manda. Mejor dicho, ¡como los budas mandan! Y con el corazón contento, nos dirigimos a nuestro siguiente destino: Kinkaku-ji o el Pabellón Dorado, construido en 1397 por el Shogun Ashikaga Yoshimitsu como villa de descanso y hoy declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO.
Rodeado por un impresionante estanque y jardín japonés que representa la historia de la creación budista, el Pabellón Dorado es considerado como un templo zen de tres pisos. Las paredes exteriores de sus dos plantas superiores están recubiertas de oro. En su interior se conservan las reliquias de Buda.
Ansiosa por obtener la mejor vista desde la cerca de acceso, espero a que se desocupe algún espacio para hacerme la foto correspondiente. Una pareja de costarricenses me escucha hablar español y me hace espacio. Me acomodo en un buen ángulo y, sin querer, al momento que mi fotógrafa dispara la toma, pasan junto a mí dos geishas enfundadas en hermosos kimonos con tonos de sakura.
Mientras prosigo mi camino para contemplar el estanque desde la parte posterior del templo, escucho a unos niños alemanes gritar de emoción al ver dos anaranjadas y deslumbrantes carpas saltar de un lado a otro salpicando con más belleza aún todo el paisaje. Sonrío igual que ellos.
No importa si estuve ahí sólo un momento. Mis ojos están ya llenos de Kioto. Las llamas flameantes del Fire ramen y el reflejo dorado del pabellón sobre el espejo de agua serán ahora como una antorcha encendida y el recuerdo feliz que ilumine algún día triste por venir.
¡Gracias Kioto!