Siendo feminista declarada y militante, he seguido el movimiento #Metoo como una evidencia más de la visibilización de la desigualdad que históricamente ha prevalecido entre los géneros.
Para quienes personal y periodísticamente hemos vivido el cambio de aproximaciones sucesivas que viene generando la lucha feminista, la popularización de ésta siempre es una buena y gran noticia.
Como reportera de la cosa pública, he celebrado y sigo celebrando cada paso en la dirección del reconocimiento de que, como sociedad, tenemos que revertir la inequidad que estructuralmente hemos padecido las mujeres.
Asumo, y eso también cuenta, para bien y para mal, y para todo, que pertenezco a una generación que aprendió a valorar la gradualidad de las transformaciones, a fin de evitar rupturas y saldos violentos.
Reconozco y entiendo la prisa que transpiran las jóvenes de hoy, para quienes resulta inadmisible la normalización del sometimiento entre los géneros.
Y amo escuchar las explicaciones de mi sobrina María Paula sobre porqué aquello que para nosotros, en tiempos universitarios, era una forma de “tirar la onda”, para ellas y ellos, sus amigos, resulta un imperdonable acoso.
Es evidente que ellas, las jóvenes de hoy, no quieren más machismo cotidiano en sus vidas. Y su determinación es admirable.
Por eso cuando recientemente surgió el #Metoo de los medios de comunicación –al tiempo que la tendencia emergía entre segmentos académicos— pensé y sentí lo mismo que cuando las artistas de cine o Madonna nos llaman a una sociedad sin ninguneo hacia las mujeres y le ponen lupa a comportamientos misóginos.
“Qué hermosa es la popularización del feminismo”, me digo y recuerdo a todos los hombres inteligentes que alguna vez pretendieron ningunear mi feminismo con la pregunta: “¿A poco tú te sientes menos en el periodismo por ser mujer”.
Así que sin meterme a conocer detalles ni nombres ni denunciantes, mi primera reacción con el #MetooPeriodistasMexicanos fue de gusto.
“Que aprendan que el feminismo va en serio”, pensé.
Pero a estas alturas del ejercicio de denuncias de periodistas sobre compañeros que habrían sido sus acosadores, siendo sus jefes o colegas, no puedo quedarme como espectadora de una serie.
Tampoco puedo seguir aplaudiendo.
Ni modo. Nuestro oficio nos obliga a renunciar al silencio.
Y aunque el clima de la discusión pública no es ahora el más propicio para el debate, dejo aquí tres consideraciones.
CONFUSIÓN
Sé que este argumento se ha usado hasta el cansancio para desacreditar al movimiento feminista y al propio #Metoo, pero debo esgrimirlo en función de los nombres de colegas que he visto señalados:
No toda actitud de relación no consensuada puede llamarse acoso sexual.
¡Por favor! Y menos en nosotros que nos dedicamos a los datos y a los hechos.
No me parece justo que se le etiquete de acoso a una invitación a salir o un emoticon de besos.
Por supuesto que una no puede meter las manos al fuego por el comportamiento privado de nadie.
Tampoco voy a dar ejemplos con santo y seña.
Pero sabemos que en las denuncias se han colado señalamientos de colegas que alguna vez tuvieron una relación emocional, sentimental, por decir lo menos, con el denunciado. No se vale.
Y menos se vale el anonimato.
DEBIDO PROCESO
Más allá de la confusión, el fondo del asunto es el debido proceso en una sociedad donde se encarcela a quienes no pueden pagar un buen defensor.
Perdón: pero este gremio que tanto ha pugnado por los juicios justos y que se dio el lujo de exaltar al Chapo y a bandoleros anexos, ¿de verdad se siente satisfecho ahora que dicta sentencias bajo el cobijo de un linchamiento en colectivo?
En una sociedad donde reina la impunidad, en un momento en que el gobierno en turno promete amnistía y rehabilitación para los enfilados en el crimen organizado, me parece un despropósito este tribunal de oficio en redes.
Mientras los feminicidios son una tragedia y un problema de seguridad nacional, aquí el gremio regodeándose en el morbo.
ESTIGMATIZACIÓN
Finalmente, no puedo dejar de subrayar que el linchamiento #Metoo se da en una coyuntura en la que los trabajadores de la prensa somos estigmatizados desde la máxima tribuna del poder.
Quizá la coincidencia responda al hecho de que los medios y sus integrantes no hemos sabido estar a la altura, como se dice diariamente desde Palacio Nacional.
Y ahora estamos aprendiendo a examinarnos en nuestras contradicciones, incluida la del machismo con sus fauces de acoso.
Pero quizá, también sea, una escapatoria nuestra: frente al linchamiento del poder, hacemos el nuestro, acá, por whatsapp, entre nosotros.