El escribidor tuvo un amigo mexicano criollo que con gusto y regocijo asumía sus dos orígenes y, en función de éstos y seguramente para no tener mayores problemas de identidad, en lo político se declaraba el más republicano de los monárquicos y el más monárquico de los republicanos.
Por supuesto que aquel amigo, político de real oposición, no ostentaba ni aspiraba a ningún título de la nobleza de España, donde fue embajador de México. Y aunque los cumplía, allá se burlaba –para sí y para sus amigos—de los protocolos del reino español y acá los presumía –también para sí y para sus amigos— ante los que antes eran el populacho y luego la chusma. En ambos casos se reía a carcajada suelta; gozaba como un niño. En resumen: era un cabrón; eso sí, respetuoso de la Constitución Mexicana, que tenía como norma máxima.
Como se sabe o debería saberse, la Constitución Mexicana –aquí vale las constituciones, porque lo mismo establecen la de 1957 y la de 1917— prohíbe los títulos de nobleza en el país. El artículo correspondiente, por si alguien lo quiere consultar, es el 12 en ambos casos.
El escribidor cree, pese a toda la parafernalia republicana y democrática del país, que gracias a su clasismo y su racismo los mexicanos siempre han creído y necesitado los títulos de nobleza. Aceptan que no haya condes, vizcondes, duques, lores y sires, príncipes y reyes o, en todo caso, tlatoanis y caciques, pero de que hay diferencias y clases, las hay. Para eso existen los bachilleres, licenciados, maestros, doctores; ellos creen estar en una escala social diferente. (Siéntase bien lector: seguramente usted cae en alguna de esas categorías y eso lo hace un gran mexicano o cuando menos aspirante a serlo).
En resumen y con claridad: el escribidor sostiene que en México los títulos académicos vinieron a sustituir a los títulos nobiliarios. Las crónicas de estos días los confirman. Entre los iguales hay algunos más iguales que otros, se dice.
El meollo de este asunto viene al caso por los escándalos mediáticos por diversos nombramientos de funcionarios del nuevo y legítimo gobierno de la República, que sostenido por 30 millones de votantes (más o menos el 30 por ciento del padrón electoral), cree tener el poder de hacer lo que quiera la voluntad de un solo hombre.
Los nombramientos de algunos funcionarios en Petróleos Mexicanos, el Fondo de Cultura Económica (FCE), el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt), en los medios de información públicos, en la propia Secretaría de Educación Pública (SEP), la Comisión Nacional del Deporte, la Comisión Nacional de Energía o cargos de legisladores obtenidos por votación popular, entre otros y los que se acumulen, han provocado escándalos debido a que no cuentan con los títulos académicos considerados necesarios para el desempeño del cargo.
Vayamos al principio.
La Constitución Mexicana vigente, en su artículo 82, no requiere, no obliga, no discrimina por motivos académicos a nadie para ser Presidente de la República. Nadie requiere de un título o certificado académico para serlo. En teoría, un analfabeto podría ser Presidente de México y sería absolutamente constitucional; no violaría ninguna ley, aunque por supuesto en estos tiempos sería una desazón y un escándalo que un analfabeta fuese el presidente de un país que está (todavía) entre las primeras 15 economías del mundo… pero no habría ninguna violación legal.
Entonces, se preguntará usted, ¿por qué los escándalos y las críticas por los nombramientos de diferentes funcionarios de primer o segundo niveles (algunos ya renunciados) en diversos ámbitos de la administración pública federal por no tener los estudios suficientes?
Primero: porque sus nombramientos atentan contra el clasismo mexicano: segundo, y más importante, porque en algunos de esos casos se violan las leyes secundarias ( ¿podría impugnarse su constitucionalidad debido al artículo 82?) que exigen un determinado grado académico o, cuando menos, los conocimientos necesarios para desempeñar dicho encargo público. Es decir, son violaciones al Estado de derecho.
Ningún título académico garantiza (suficiente experiencia tenemos los mexicanos con doctores de prestigiosas universidades extranjeras y universidades mexicanas) el buen desempeño de sus poseedores en los ámbitos público y privado.
Tampoco ninguna honestidad personal ni amistad a prueba de lo que sea, garantizan el buen desempeño de las funciones públicas.
El problema es sencillo: Primero, hay leyes y normas que hay que respetar, violarlas es regresar a más de lo mismo de siempre; segundo, es indispensable nominar a un cargo público a quien tenga –de sobra, mejor— las aptitudes para desempeñarlo.
Y además existe la lógica, tan menospreciada ahora.
¿Cambiar las leyes y las normas para adaptarlas al perfil del designado? Bueno, ni José López Portillo se atrevió a tanto. Cuando se le preguntó si consideraba modificar el artículo 82 constitucional, que entonces impedía a los mexicanos por nacimiento con alguno de sus padres nacidos en el extranjero ser candidatos a la Presidencia de la República, dijo algo así como: sí, es necesario cambiar ese artículo discriminatorio, pero no ahora no, porque llevaría dedicatoria; tres de sus colaboradores principales (Carlos Hank González, Jesús Reyes Heroles padre y José Andrés de Oteyza) estaban en esa categoría.
El que entendió, entendió, dicen que se dice en las “benditas” redes sociales.
Consultado, sobre estos temas, aquél viejo amigo del escribidor preguntaría: ¿qué dice la ley? Y luego agregaría: además, ¿está capacitado? Su nobleza y su respeto al Estado de derecho, lo obligarían. Se llamaba Gabriel Jiménez Remus… que ni siquiera sus presuntos correligionarios de ahora lo recordarán. Fue un noble creyente en la democracia.
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