–¡Se imagina una foto mía ahí entre los apostadores?
Don Julio Scherer García era, como siempre, efervescente. Ni siquiera ponía atención al volante y a la velocidad de su Ford Fairmont verde sobre la avenida Insurgentes.
–¡Lo imagina, verdad, don Gerardo! ¡Imagina usted el daño que me causaría esa fotografía y también a mis compañeros!
Y el escribidor, entonces aspirante al oficio, qué carajos iba imaginar y mucho menos saber; pero si su profesor lo decía, pues había que escucharlo e imaginarlo; entenderlo, pues.
Entre las leyendas del espionaje mexicano está la de Fernando Gutiérrez Barrios, aquel titular de la Dirección Federal de Seguridad y luego secretario de Gobernación, y quien en sus años mozos, ya miembro de los servicios de inteligencia del gobierno mexicano, ayudó a Fidel Castro, Ernesto Che Guevara y sus compañeros a que se embarcaran en Tuxpan en el Granma y se fueran a Cuba a hacer su revolución. Allá todavía es parte de la veneración; en México, para la izquierda mexicana real y la derecha también, siempre fue parte del aparato represor. Ni modo, cosas de la vida.
Se cuenta que cuando Gutiérrez Barrios, de atildada figura y educación exquisita, recibía a alguien en su oficina tenía sobre su escritorio un fólder en cuya cejilla estaba muy visiblemente el nombre del visitante, y aquel sobre aparecía, o al menos parecía, relleno de fojas y presuntas fotografías. Durante el tiempo que duraba la visita, el anfitrión nunca tocaba la carpeta, mucho menos la abría, ni siquiera la hojeaba; el huésped nunca sabía que había en ella… pero lo imaginaba y sus efectos eran demoledores. Dicen que eso es parte de algo que se llama perversidad.
Scherer García, profesor de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, le contó en 1978 (si la memoria es fiel) al aspirante a escribidor una experiencia fascinante para cualquier reportero:
Un amigo funcionario de alto nivel le dijo al director de aquella revista Proceso que las versiones sobre casinos, garitos y apuestas clandestinas e ilegales en el México de ese entonces, eran absolutamente ciertas; que cuando quisiera lo podía llevar para que lo comprobara con sus propios ojos; para que viera quiénes apostaban y cuánto; qué se bebía, qué se hablaba ahí, con quiénes iban…
(Una promesa de banquete informativo para un reportero).
–Y no acepté–, dijo resignado el fundador de Proceso. ¡Imagínese!
El estudiante no imaginaba nada.
–¡Imagínese!–, repetía el maestro. ¡Dese cuenta!
–¿?
–Piense: al director de Proceso le toman una fotografía en un garito de ésos y la hacen publicar; nadie pensará y mucho menos creerá que estaba ahí para reportear, sino que era parte de las apuestas clandestinas.
–Ah… ¿O sea que no fue?
–Por supuesto que no.
Se hiciera pública o no, la hipotética fotografía del fundador de Proceso en esa circunstancia habría quedado en los archivos clasificados del gobierno mexicano, archivos con calidad de oficiales.
Ese es uno de los riesgos o ventajas, según el lado del que se esté, de los trabajos de la “inteligencia”, vamos, del espionaje gubernamental: lo que reportan sus agentes se convierte en verdad oficial; bueno, gubernamental. Haya sido cierto o no. Es un riesgo grave para la salud del país.
Los archivos oficiales de ese tipo no siempre dicen o dirán la verdad. Muchos veces serán una invención creada para el desprestigio. Serán una versión más, a veces simplemente convenenciera o buena para desacreditar a los opositores del régimen del que se trate o a los simplemente incómodos.
En junio del 2017, el escribidor redactó una columna sobre el espionaje político, en la que expuso:
“Hará cosa de unos años, cuatro, seis u ocho, una reportera fue a la oficina y de su bolso sacó un documento y dijo: `Mira cómo los investigaron y lo que dijeron de ustedes’. El documento provenía, oficialmente tenía sellos y todo, del Archivo General de la Nación (AGN). Ella hacía una investigación sobre el tema y se había topado con él”.
En resumen, ese documento oficial reproduce una nota sobre la “actividad delictiva” de los reporteros de Proceso, al inicio de los años 80 del siglo pasado. Según ese documento oficial, todos esos reporteros por orden alfabético, con excepción de las reporteras mujeres, que aparecían en el directorio de la revista de entonces, eran miembros de una banda de tratantes de personas hacia Estados Unidos, especialmente de niños con propósito de explotación sexual, según un supuesto juicio que en contra de ellos se llevaba en una Corte de San Diego, California.
Si la memoria no falla y por razón ignorada, los jefes de esa “peligrosa banda” eran el escribidor y Pablo Hiriart, y tenían como lugarteniente al bueno de Manolo Robles.
Ninguno de los mencionados en ese reporte oficial, parte del Archivo General de la Nación, fue ni ha sido tratante personas y muchos menos de niños con ningún fin. Nunca ha existido juicio alguno contra ninguno de esos por ese delito ni en la de San Diego ni en ninguna otra Corte o juzgado.
Sin embargo, ese documento es parte de la memoria del país. Y ahí se mantendrá. Los involucrados en ese presunto delito no tenemos oportunidad alguna de demostrar lo contrario. En el futuro, algún o algunos historiadores poco escrupulosos podrán darlo por bueno.
Este es uno de los riesgos de la apertura indiscriminada de los archivos del Cisen (Centro de Investigación y Seguridad Nacional, adscrito a la Secretaría de Gobernación, y heredero de la Dirección Federal de Seguridad), prometida por el Presidente de la República en medio del borbotón de promesas mediáticamente correctas y de complejos asuntos políticos, económicos y sociales que caracterizan los primeros meses del nuevo gobierno de México, decisión que contrasta con la opacidad o “intransparencia” de otros hechos y decisiones de ese mismo gobierno.
Es muy probable que esos archivos tengan presuntas investigaciones de hechos falsos en contra de muchos de quienes ahora son parte del nuevo gobierno, inclusive en contra del hoy Presidente de la República, sencillamente porque antes de 1º de julio del 2018 eran simples opositores.
¡Cuidado!
Y, ¡ojo!, que quede claro: No se pide ni se trata de expurgar los archivos oficiales. La historia y sus hacedores deben recurrir a todas las fuentes para mostrar la realidad de un época. Simple y sencillamente que al abrirse los archivos de la policía política de un régimen como el mexicano se considere que tuvieron un origen intencionado: generalmente el de acusar o desprestigiar y chantajear a la oposición.
Además, de abrirse, entonces será necesario que se abran todos e, ineludiblemente, se investiguen los hechos narrados y se establezca su realidad, antes cargarse la reputación de nadie. Si no es así, esa apertura servirá nuevamente para fines absolutamente políticos, entre ellos y principalmente el de descalificar a los contrarios.