sábado 23 noviembre, 2024
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COLUMNAS COLUMNA INVITADA

«ANDANDO Y PENSANDO»: Emil Cioran en la caldereta

Por JORGE LAMOYI 

Para Fernanda de Teresa, hermosura y manantial de talento. 

En el segundo semestre del año de 1980 descubrí en una antología recopilada por Fernando Savater y publicada por Alianza Editorial a Emil Cioran. En ese entonces yo era un joven que cursaba el año final de la preparatoria y llevaba, al pie de la letra, una doble vida. Por las mañanas preparaba mis tareas escolares, acudía por las tardes al colegio, y por las noches me entregaba con curiosidad a mis lecturas de iniciación, a las lecturas que constituían mi auténtica vocación y mi verdadero placer. Vivía y cursaba mi año escolar en Villahermosa, una ciudad del sur de México, de condición tropical, agobiada siempre por un calor infinito que hace imposible la filosofía. Sin embargo, en esa ciudad comencé a leer a Cioran. Primero lo leí con sorpresa por lo que me parecía un pensamiento de un pesimismo radical, luego me sorprendí por su ingenio en el que brillaba la agudeza de la frase perfecta, de pronto aparecía una visión de profunda amargura, el desencanto total, para rematar en una salida llena de ingenio que revelaba que detrás de aquel pensamiento desesperanzador, habitaba un hombre dueño de un humor modelado hasta el infinito por la magia del lenguaje, un pensador que cultivaba el don humano de la risa.

Ese último año de estudios preparatorios en mi ciudad natal estuvo marcado por la presencia de algunos maestros y amigos cuyo recuerdo e influencia aún perdura en mí, también por una atmósfera emotiva y mental que me empujaba con una poderosa energía que ahora descubro era la del auténtico daimon,  pues con más situaciones en contra que a favor,  tomé la decisión de emprender un viaje, un auténtico viaje que me separase de mi mundo conocido y me abriera a una nueva matriz de vivencias. Anhelaba, sin saberlo por mi extrema juventud, un viaje que fuese iniciático y me descubriera una sabiduría para mi vida, que mi yo interno intuía, que en mis sueños aparecía como la nostalgia de un futuro luminoso. Tenía que irme lejos y ser otro. Era, sin saberlo, de acuerdo a mi escasa experiencia el viajero que quiere salir de Ítaca y recorrer mundo, encontrarse con las presencias que él sabe le esperan, aunque todavía no conozca los rasgos de sus rostros. Ese objetivo fue cumplido.

Desde entonces, uno de los autores que estaba a mi lado, era Emil Cioran. No era el único, pero se distinguía en mi mundo de lecturas por ser quien más me intrigaba. ¿Cómo se podía ir por la vida con esa desesperación tan perfectamente exhibida y narrada? No, pensaba yo, Cioran debe sufrir mucho, y yo le ayudo a sobrellevar ese dolor al leerlo, al tratar de comprender su dolor por la vida. No exagero cuando escribo: al leer a Cioran yo también padecía, y me sentía solidario con ese viejito de pelos canos y revueltos que aparecía en la tercera de forros de sus libros, con la cara seria y la mirada entre el cansancio y el fastidio.

La salida de la preparatoria era a las 8 de la noche. Llegaba a casa, tomaba mis libros de Cioran y caminaba a la cafetería La Caldereta, cerca de la Plaza de Armas, en el centro de la ciudad. Ordenaba un café americano a una mesera de aspecto siniestro, zamba y con un diente de oro que se llamaba Nereida y comenzaba mi diálogo a través de la lectura con Cioran. Por meses estuve repitiendo mentalmente uno de sus aforismos: “Quien no ha muerto joven, merece morir.”  Las lecturas en La Caldereta las convertí en un pequeño ritual sencillo en sus elementos y sus gestos, que muchos años después me sigue alimentando, pues cada ocasión que lo evoco con la magia debida, puedo llegar de nuevo a La Caldereta, me siento en la pequeña mesa de formaica blanca  y distingo con claridad las sillas de cojines azules, dirijo una mirada a las fotos desdibujadas por el sol tropical que cuelgan de las paredes, y comienzo a leer. Entonces, se realiza el milagro de la lectura y un mundo inédito despierta ante mí.

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Seguí leyendo a Emil Cioran y en un otoño de los años ochenta pude ir a Sibiu, en Transilvania, la ciudad donde según su biografía estudió el gymnasium, equivalente, según deduzco, de nuestra secundaria mexicana. Salí en un avión viejo de Bucarest a Sibiu, saliendo de la terminal Baneasa, sobrevolé los Montes Cárpatos por  vez primera, aquellas montañas inmensas y nevadas, tan distintas a mis paisajes conocidos me causaron una honda impresión que aún pervive.

En aquella ocasión, algo hice mal –di mal la fecha de mi llegada a Sibiu- y nadie me esperaba en el pequeño aeropuerto, así que pregunté si la ciudad estaba muy lejos, y me enteré que no, así que caminé; recuerdo todavía la sensación del viento frío de montaña. Estaba en su plenitud el otoño. Y mientras recorría el camino, -nunca lo olvidaré- antes de llegar a la ciudad pasé por una aldea, -un sat- y leí el letrero: Rasinari, el lugar de nacimiento del pensador.

Meses más tarde, con mi familia rumana fui a Rasinari un domingo, recorrí las calles empedradas y me fue concedido el deseo de ir a una misa en la iglesia ortodoxa. Quise ir misa porque sabía que el padre de Cioran había sido pope o sacerdote de este culto y me interesaba mucho vivir ese ritual como experiencia.

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Desde mis principios como lector de Emil Cioran supe que vivía y escribía en París. Mi juventud creía que todo lo que se publicaba en los periódicos sobre  los intelectuales era estricta verdad, así,  creí el mito literario de que el filósofo era un amargado ermitaño que sufría sin piedad la condición del Ser, y que se mantenía alejado por voluntad propia de sus lectores, e incluso, que no tenía amigos.

La temporada en que estuve, al año siguiente en París, conocí en la presentación de un libro al poeta Eduardo Ramos Izquierdo; salimos una ocasión a tomar café en Saint Michel, y en la conversación le pregunté si había leído a Cioran. Me respondió: –Lo he leído y además soy su amigo personal. Fue una sorpresa increíble para mí, pues yo lo hacía incapaz de tener amigos. ¡Qué ingenuidad! Recuerdo o creo recordar que Eduardo me dijo que si por azar lo encontraba por la calle o en un café,  no se le debía hablar más que en francés pues detestaba hablar en rumano, ya que desde joven había renunciado a su lengua materna. Años más tarde supe que todo esto eran sólo creencias literarias, y me sentí frustrado por no haber tratado, al menos, de conocer a lo lejos a unos de mis autores emblemáticos.

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Un lector verdadero no olvida nunca las lecturas de origen que fundan nuestro mundo personal; incluso, se recuerda no sólo la frase afortunada y reveladora, el párrafo entero que nos ratifica en nuestra verdad, el título soberbio que en su brevedad revela lo eterno, sino que se recuerda la época de nuestra breve vida, el instante de aquella lectura-¿fue una noche calurosa o una tarde de lluvia, o en una playa del caribe o en una ciudad extranjera? Soy lector de Cioran desde adolescente y, por fortuna, por más trágico que yo deseaba ser entonces,  mi  temperamento natural me protegió de caer en esa negatividad literaria, haciéndome descubrir el humor lúcido –y socarrón- en ocasiones de Cioran. Sí, el humor que es parte de la divinidad que antecede a la risa. La risa que tanto elogia Cioran y, que, para mi sorpresa- también cubre de elogios el erudito y huraño Elias Canetti, otro maestro del aforismo.

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Con frecuencia camino por un pasillo de la Facultad de Ciencias Políticas, en CU, y leo un aforismo de Emil Cioran escrito sobre una puerta gris, a la salida del edificio B. Dice así: “Frívolo y disperso en todos los campos, sólo habré conocido a fondo, el del inconveniente de haber nacido.” Cosa rara que en mi Facultad hayan escrito una frase en espacio común de un autor que sufrió y conoció la Historia, es decir, el desenlace en que termina todo sueño o utopía de la política. Descubrí este año, también que los aforismos de Cioran son perfectos para un comentarista de la política, ya que son certeros en su descripción de la bajeza de la condición humana.  Por ejemplo este, que en placa de bronce se le debe escribir a un político mexicano que hizo todo mal durante un sexenio: “Su primer deber al despertarse, será mirarse al espejo y avergonzarse de sí mismo.”

Pero, estoy finalizando de manera prosaica… Así que retorno a Cioran. La imagen de joven del filósofo  sosteniendo su bicicleta, significa según él mismo, que cuando se sentía aburrido o apesadumbrado, una solución para superar su estado de ánimo, era tomar su bicicleta e irse a recorrer Francia, pedaleando. ¡Oh libertad inconmensurable! Ejercer la libertad con lucidez siempre nos librará de la prisión que está dentro de nosotros mismos y de las responsabilidades demoníacas que nuestra ambición nos exige y nos impone.

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