POR PATRICIA BETAZA
Cuando escribo estas líneas han sido rescatados cuatro de los 12 niños y su entrenador, atrapados en una cueva en Tailandia.La noticia acapara las primeras planas en todo el mundo.
Vidas de niños de entre 11 y 16 años y su joven entrenador de 25 penden de las posibilidades de que no siga lloviendo y de que no se acabe el oxígeno. Han tenido que planear una serie de estrategias para poder llegar a ellos. Uno de los buzos voluntarios murió en el intento.
Ver la angustia en los rostros de quiénes quieren sacarlos vivos de ahí contagia sin duda -o debería de hacerlo- al más frío de los mortales. Y es que pareciera que de ser tan frecuentes ya nos estamos acostumbrando a saber de las peores atrocidades cometidas por seres humanos contra seres humanos.
Saber de la fragilidad de la vida siempre debe sobrecogernos, no importa si es una cueva como la de Tailandia, la guerra en Siria o los enfrentamientos en las calles de Tamaulipas. La vida es a veces un suspiro.
La pesadilla en la cueva comenzó el 23 de junio cuando se le perdió la pista a los integrantes del equipo de futbol los “Jabalíes salvajes”. Llevan ya 17 días ahí atrapados entre la cueva rocosa y el agua que, por la época de lluvias, amenaza con subir de nivel. Cada minuto que transcurre es una lucha para que el oxígeno no disminuya.
Previo al rescate de los cuatro, los niños tuvieron la oportunidad de enviar con los buzos, una carta común para sus familias. Todos con una entereza y resiliencia que impactan. “Papá, mamá, estoy bien, no se preocupen por mi. Prepárenme mi comida favorita. Los quiero mucho. Perdóname si los hice enojar. Maestros ya no dejen mucha tarea. Mamá te ayudaré en la tienda…” No pude evitar las lágrimas. ¡Cuánto tiempo perdemos en preocuparnos por insignificancias!
Frente al riesgo de perder la vida todo se empequeñece, nada resulta importante. Me encantaría despertar con las imágenes de los niños y su entrenador ya liberados y saber que en alguna casa tailandesa ya están preparando la comida favorita de alguno de ellos.