El sábado pasado, tras el triunfo de la Selección Nacional ante Corea en Rusia, en las calles de la CDMX se percibía un ambiente de júbilo y esperanza.
Minutos antes del partido observé un lleno total en cafés y restaurantes en que familias completas y grupos de amigos compartían una mesa para desayunar y disfrutar del encuentro.
Por la tarde me reuní en un restaurante con amigos de toda la vida para celebrar un cumpleaños. También estaba al tope y en todas las mesas se hablaba del “Chicharito” y del México chingón que tanto anhelamos.
Ahí compartimos los cortes de carne, los fiambres, las ensaladas, los quichés, la pizza y otras delicias. Elevando nuestras copas con un delicioso vino “selección especial de la casa”, brindamos por el cumpleañero, los goles y nuestros futuros proyectos, como lo hemos hecho por tantos años.
Juntos hemos atravesado y padecido más de cinco sexenios. Hemos “descorcachado” botellas de champán por el nacimiento de nuestros hijos, la conclusión de nuestros estudios, la adquisición de un bien y por cualquier otra meta lograda. Pero también hemos llorado juntos y nos hemos apoyado ante la adversidad. Sea por la enfermedad de nuestros hijos o cónyuges, la muerte de nuestros padres o familiares y, en los últimos dos sexenios, las veces que hemos sido víctimas de la violencia o delincuencia.
Hemos superado juntos los asaltos, secuestros, robos y sustos. Y seguimos juntos, sin importar nuestras desavenencias políticas o morales, pues infinidad de veces también hemos discutido acaloradamente por no coincidir en temas de esa índole.
Tras la comida, cantamos “Las Mañanitas” y partimos un pastel en casa. Entrada la noche, envalentonados por las bebidas espirituosas, algunos hicieron confesiones sobre sus conflictos amorosos y otros problemas. Las lágrimas y los abrazos solidarios no se hicieron esperar. Al centro de la mesa estaban dispuestas varias botanas para picotear y resistir la jornada. Nos despedimos entrada la madrugada con la promesa de reunirnos después de las elecciones para comentar los pormenores, brindar o llorar, según sea el caso. Aún no lo sabemos.
Me fui a dormir con la certidumbre de la amistad y la esperanza de que juntos continuaremos sorteando los conflictos personales y de grupo, día con día, construyendo nuestra felicidad.
Concluí que, el lunes 2 de julio, sin importar el resultado de la jornada electoral, todos y cada uno de nosotros volveremos a compartir el café de la mañana con los compañeros de trabajo, con aquellos que se autoproclamaron Amlovers y con los que dijeron no soportarlo también.
Tal vez en el transcurso de la semana debamos acudir a dar el pésame a un amigo que, agradecido por nuestra atención, nos ofrecerá un café. O quizá nos toque partir un pastel por un año más en la vida del ser amado, que será mi caso. Podríamos recibir la llamada de una amiga a la que hace mucho no vemos invitándonos a desayunar.
Y en cualquier escenario, sin importar quién haya sido elegido Presidente, volveremos a compartir con ellos la mesa, ese espacio que –placeres culinarios, modestos o espléndidos, de por medio– termina siempre uniéndonos, y que nos caracteriza ante el mundo como un pueblo amigo y generoso.
No lo olvidemos.