jueves 19 septiembre, 2024
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GILDA MELGAR

GILDA MELGAR «DOLCE ÁLTER EGO»: Recuerdos de Pascua

Pese a que mi formación fue laica, en la infancia viví la tradición salvadoreña de la Cuaresma y la Semana Santa debido a la convivencia con mis abuelos paternos, practicantes de la religión católica.

Siendo niña lo que realmente disfrutaba era la parte festiva de la temporada, sin entender nada del trasfondo espiritual, aunque sí percibía lo importante que era esa época del año para mi abuelo. Él nos llevaba a ver las procesiones, mientras que mi abuela aprovechaba para lucirse en la cocina con los dulces y postres de ocasión.

Del Viernes Santo, lo que más entusiasmaba a mi abuelo era llevarnos a ver las alfombras de aserrín teñido sobre el camino que recorrería la “Procesión del Santo Entierro”. Los fieles de la colonia competían entre sí para elaborar la alfombra más colorida y original. Aún hoy, la Secretaría de Cultura de El Salvador lleva a cabo certámenes locales para preservar la tradición.

La tarde del Sábado de Gloria disfrutaba especialmente las frutas en miel y las Torrejas (o torrijas) de Mamá Rosita. Unas gruesas rebanadas de pan de yema, rebozadas y bañadas en jarabe de piloncillo, muy parecidas al Pan Perdu o French Toast, aunque éstas de antigua tradición española, muy acendrada en Centroamérica y el Caribe.

Sea en puestos callejeros, cenadurías populares o establecimientos formales como restaurantes de cadena, las torrejas y los mangos, plátanos y jocotes en miel, son los postres estrella de la temporada. La tradición dicta que deben acompañarse de un “chilate” o atole de maíz, de sabor simple y con un ligero toque de jengibre y pimienta gorda. Entre cada bocado de dulces, la simplicidad del atole limpia el paladar, siendo así una pareja perfecta.

Pero no todo era dulce en la Semana Santa de mi infancia. Mi abuela también preparaba el “Relleno de pescado seco”, o capeado de pescado en salsa de tomate, acompañado de una fresca ensalada y arroz blanco.

Hace cuatro años que pasé esta temporada en un pueblo salvadoreño llamado Apaneca, probé nuevamente otra bebida favorita de mi niñez: el “Atole de piñuela”, que se prepara con harina de arroz y la pulpa de un fruto tropical con sabor a piña-maracuyá. Con el primer trago me remonté a la casa de mi abuela. Cerré los ojos y disfruté cada sorbo, prolongando el momento. Ahora veo que la única forma en que Mamá Rosita pudo expresar el amor hacia sus nietos fue a través de los postres que confeccionaba con tanto esmero y antelación, especialmente en la Semana Mayor.

Nunca supe que del otro lado del mundo había niños que creían en un Conejo de Pascua que escondía huevos de chocolate en su jardín, hasta que, siendo adolescente, alguien me regaló uno de los famosos “Gold Bunny” de Lindt.

De alguna manera, también en materia de gustos y costumbres culinarias, infancia es destino, y el mío iba a ser este dolce alter ego.

No cabe duda que en mi país, el cumplimiento de la abstinencia y el recogimiento propio de la Cuaresma, se compensaba a raudales disfrutando de las frutas nativas rebozantes en mieles y azúcares.

Dulce Pascua para todos.

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