Descubrí mi gusto por la cocina, siendo adolescente, debido a que –entonces– era la única en la familia que podía hacer el mandado por las mañanas y preparar algo de comida, pues estudié la prepa por la tarde.
Aunque me gustó mucho cocinar, jamás se pasó por la mente que ese acto podía ser una profesión, no sólo por la época en la que no había escuelas profesionales de cocina en México, sino también por el contexto familiar en el que crecí.
Cuando mi madre recibió la propuesta de matrimonio de parte de mi padre, le puso una condición para aceptarlo: “que le permitiera hacer sus estudios universitarios”.
Por fortuna, mi madre no sólo pudo estudiar y trabajar al mismo tiempo, sino que también contó siempre con ayuda doméstica en casa, de forma que pudo librarse del destino de ama de casa que tuvieron la mayoría de sus contemporáneas.
Justo en la época en que yo comencé a cocinar, a mediados de los 80, ella inició su acercamiento al feminismo. Luego se volvió activista y más tarde realizó estudios formales en el tema de mujeres y género. Ahora es una académica reconocida y experta en el tema. Ayer mismo, con motivo del Día Internacional de la Mujer, dictó tres conferencias.
Cuando a mí me llegó el momento de elegir una carrera, me incliné por las humanidades. Sin embargo, con el paso de los años, me encontré gastando gran parte de mi tiempo libre en la cocina, experimentando con nuevas recetas. Un día decidí empezar a tomar cursos de cocina… después elegí hacer un estudio más formal en repostería.
Mi madre, cuya generación vio a la cocina como el espacio de reducción y opresión de las mujeres, no podía estar más que perpleja con mi decisión. Seguro no entendía por qué su hija con estudios universitarios quería pagarse unos cursos de pastelería.
Por otra parte, mis hijos crecieron viéndome trabajar entre semana y cocinando los fines de semana o para las fiestas familiares. El que yo “gastara” mi tiempo horneando panqués, lasañas y guisados fue visto por ellos como mi elección. Como un disfrute de su madre.
Ya estando en la prepa, un día mi hija me dijo: “¿me enseñas a preparar arroz?”. Después me pidió que le enseñara a hacer muffins, porque quería vender para ahorrar. Le enseñé lo básico y por un tiempo vendió muffins de chocobanana mientras sacaba 10 en matemáticas y se quedaba por las tardes a estudiar un técnico de enseñanza de inglés.
Después, tuvo que elegir su carrera. Si hubiera elegido gastronomía, por supuesto que la habría apoyado. Eligió una carrera clásica, pero cocinar para ella no es ya un destino de su género, sino una elección como cualquier otra. Sabe hacer planos y también unos deliciosos y esponjosos muffins de chocolate.
Gracias al movimiento feminista que empezaron las mujeres de la generación de mi madre –en los 60– la cocina ya no es el único espacio de “poder” y “mando” para las mujeres.
Hoy puede ser un espacio en el que las niñas y los adolescentes descubran una vocación profesional y también un lugar donde olvidar el estrés de una larga jornada laboral. Un lugar donde compartir con los varones el placer de cocinar y la buena mesa.
En los últimos 50 años, la lucha por los derechos de las mujeres ha logrado conquistar espacios antes inimaginables en terrenos como la ciencia y la política. Y también ha cambiado la percepción sobre el acto de cocinar.
Desafortunadamente, este avance sólo permea en los estratos donde las mujeres pueden acceder a la educación y al mercado laboral.
Millones de mujeres aún no tienen otra opción más que la del fogón, les guste o no. Mientras esa situación continúe y el acto de “dar de comer” siga siendo visto como una tarea exclusivamente femenina, no podemos cantar victoria.
Por lo pronto, celebremos que para muchas de nosotras, el acto de cocinar es ya una elección.