El final y el inicio de año, esos días en que es inevitable para toda persona con un tanto de sensibilidad ejercer conciencia sobre el tiempo que se fue y el tiempo que se anuncia, me propuse acomodar los libreros de casa, y deshacerme de los que ya no responden a mis intereses actuales y, sobre todo, hacerles justicia a aquellos que adquirí y que nunca leí; qué tristes son esos libros intonsos, en los tiempos modernos en que el libro pasó a ser una vulgar mercancía, en las librerías modernas los recubren con un celofán que, con el paso del tiempo, delatan que nunca fueron abiertos ni explorados.
De un grupo del librero tomé uno y resultó ser un volumen de Azorín, el escritor y político español de la Generación del 98. Mi libro-objeto, -soy fetichista respecto a los libros- pertenece a la colección Espasa-Calpe, su título me agradó: Andando y pensando, Notas de un transeúnte. Me trae el eco de que ese título también podría ser de Ortega y Gasset. Andar, caminar, transitar por la vida humana en la aventura particular que a cada uno le es otorgada por el azar, que en religión se llama Divina Providencia y que los lectores serios y acuciosos de Maquiavelo llaman Fortuna, es suerte vital que con sus arbitrarios caminos, inextricables para el entendimiento humano, nos conduce a situaciones que nunca hubiésemos imaginado.
El pequeño tomo, color verde, tiene las páginas amarillentas por el tiempo en que estuvo expuesto al sol en un hotel de comerciantes en una ciudad tropical o por el olvido, entre los anaqueles menos frecuentados de una librería de ocasión de la calle Donceles, en el Centro Histórico de la ciudad de México. Cada libro, al igual que cada hombre, tiene su destino imposible de prever… y esta recopilación de notas de un hombre nacido en una pequeña ciudad de Valencia, en España en 1873 y despedido del mundo en Madrid en 1967, me habla, me dice algo, sin que la tierra distante y el espacio del tiempo en que fue pensado y escrito cree una distancia entre el autor y su nuevo lector. El subtítulo se refiere al ser del transeúnte: persona que está en un lugar de forma transitoria o sólo está de paso. Es la condición humana, ser transeúntes, pasajeros en tránsito.
El don que tenemos para permanecer un poco más en la aventura humana es la palabra escrita. Una imagen mental: en la pequeña oficina de mi padre él está sentado en su pequeño escritorio; pocas veces lo veo escribir, y en este momento, escribe. Mi papá es su propio publicista. Tiene laboralmente décadas de ser el titular de una empresa del gobierno mexicano que se llama Bonos del Ahorro Nacional y ha vivido su época dorada durante el periodo económico que en México se conoció como desarrollo estabilizador.
Los Bonos… como se conocen en Tabasco son valores financieros muy famosos porque en las escuelas primarias se otorgan como premios a los alumnos sobresalientes; también con su venta entre los escolapios, se promueve el hábito del ahorro. En los grupos que componen la sociedad del Tabasco de la segunda mitad del siglo XX son muy apreciados, porque a la vez que se ahorra en una moneda estable y con poder adquisitivo como lo es el peso mexicano, se participa en un sorteo mensual que otorga un premio máximo de 125 mil pesos. Una verdadera fortuna.
Años, muchos años después, un buen amigo de mi padre, don Jorge Sáenz Jurado, dueño de una de las pocas librerías de la ciudad, La Academia, en la céntrica calle Juárez, me dirá que haberse visto beneficiado por la fortuna con esa cantidad le permitió remodelar el edificio de su propiedad, y que esa elección de la fortuna, o la imagen misma de la fortuna la tenía indeleblemente ligada a la figura de mi papá.
Retorno a la imagen paterna: sentado, concentrado, escribe sus líneas; les da vueltas a las palabras, las exprime, las mide, las dibuja con su letra grande, clara, manuscrita; son las letras que aprendió de manos de una maestra que se llamó Estela Domínguez Sánchez, quien le enseñó a leer en un pueblo que se llamó Jalpa, en la Chontalpa tabasqueña, una región poblada y delimitada antes de la llegada de los Conquistadores. Mi padre, en sus momentos serios, me dirá: -Yo logré salir de Jalpa porque aprendí a leer. Y en este instante en que da forma a su anuncio para la radio ejerce el poder de la escritura. Su anuncio, está listo. Es para el programa matutino Telerreportaje, que dirige el licenciado Jesús Sibilla Zurita.
Este programa es un fenómeno de la comunicación pues desde sus inicios mantiene su misión y formato hasta la actualidad; mi papá ha formado un vínculo muy fuerte con este programa, yo diría más: ha forjado una simbiosis, pues el anuncio ideado por él, termina así: “-Para más información, con Sebastián Lamoyi Ulín, delegado regional”. El locutor, remarca con un último énfasis el nombre y cargo del anunciante. Dada la popularidad del programa en aquel Tabasco aislado y de pocos medios de comunicación, el término, delegado regional, pasará a formar parte de su nombre completo, como si se tratase de un tercer apellido.
Vuelvo al presente: el tomo de Azorín y la lectura de algunos de los artículos que lo componen, arroyos de letras claras, en que las oraciones fluyen en una sencillez muy difícil de lograr, despertaron en mí la emoción del pasado. Dialogué, así haya sido de esta manera, con mi padre y su fantasma. Me reconcilié con el acto de escribir. Me desasosiega ver tantos libros nuevos en Gandhi, y cuando visito las librerías de viejo de la ciudad, el desasosiego se acentúa. ¿Quién escribe y quién leerá tantos libros? Oigo clara la voz de José Emilio Pacheco que en el Colegio Nacional dicta una conferencia sobre Rubén Darío y dice al terminar- “Una gota más al océano de tinta”.
Sin embargo, si no tenemos otra posibilidad ni más remedio que escribir, mi admirado Isaac Bashevis Singer dice en sus Memorias que escribir no es más que una cuestión de vanidad, pero ya aplicados a ella, hay que hacerlo de la mejor manera posible. Ese es el deber ineludible, si creemos que las palabras son diosas.
Jorge Lamoyi. Editor y periodista tabasqueño.