Hacía tiempo que no lo veía. Regresé a casa un mes antes, después de que la desconfianza y el desamor acabaron con mi matrimonio. Por eso respaldé la propuesta de mis hermanos para invitarlo a pasar el año nuevo, era mejor cantar y tomar que regocijarme en mi dolor. Mamá puso cara de velorio cuando le informamos.
-No te pongas así, es borrachín pero buena onda. Además, ni modo que nos estemos viendo las caras nosotros cuatro, ¿a ver? ¿De qué vamos a hablar? ¿Del divorcio de éste?-, intentó calmarla Manuel mientras su mano me dio un sape cariñoso.
-Respeta a tu hermano- respondió ella con lágrimas en los ojos. Pensé que se había puesto triste porque estimaba a mi ex mujer y porque en la Navidad había extrañado mucho a sus nietas. Ya no dijo nada.
El vecino llegó sobrio, muy arreglado, el cabello peinado hacia atrás, de traje, con unas flores que temblaban en sus nerviosas manos y que entregó a mi madre.
-Tome, Aurora, feliz año nuevo.
Mamá no respondió. Lo miró fijamente unos segundos y se metió a la cocina. Yo descubrí el ramo en el bote de la basura.
No recordaba a Joaquín tan buen mozo. A sus casi cincuenta años era un hombre fuerte, de mirada triste, sonrisa pronta, voz grave, de buena plática. Mientras cenábamos, intenté empatar la imagen de ese hombre culto y sereno con el despojo humano que recordaba de la adolescencia y en el que se convertía invariablemente cada viernes y sábado en la noche, cuando, en su soledad, prendía el estéreo y escuchábamos a lo lejos su dueto con José José.
Hablamos de historia -la pasión de Manuel-, o de las últimas noticias que Mauricio nos completaba con rumores que había escuchado en la redacción del periódico. Mamá se limitó a pasar las charolas del pavo ahumado y el bacalao.
-¿Estás bien, hijito?- me preguntó de vez en cuando. Regañó al insolente Manuel; no le sostenía la mirada a Mauricio cuando le hablaba y su rostro se endurecía al toparse con los ojos suplicantes del invitado.
Después vinieron los abrazos. Fue inevitable que mamá llorara. A Joaquín lo dejó con los brazos extendidos y pasó de largo. Mauricio compensó la descortesía.
-Feliz año- le dijo con cariño. El otro correspondió con una sonrisa triste y le alborotó el greñerío que acentuaba su actitud rebelde, propia de un veinteañero inconforme con la sociedad.
Mamá nos dio las buenas noches todavía llorando y se fue a su recámara.
Abrimos el ron. Al principio fui el centro de la plática. “Viejas hay muchas”, me animó Manuel aunque ahí todos sabíamos que era más bien un asunto de frustración, de una soledad a la que nadie escapa. Hubo un incómodo silencio que Mauricio rompió poniendo en el estéreo un disco del ídolo de Joaquín.
“Amor como el nuestro, no hay dos en la vida…”…
-No, no, ya quítame esa jalada por favor- se burló Manuel cuando puso atención a la letra que interpretaba el Príncipe.
-Espera, ésta es muy buena- defendió Mauricio. Copa en mano cantó con gran sentimiento, invitando con la mirada al vecino a completar la estrofa que parecía que ensayaban juntos a menudo, puesto que las voces, bien entonadas, se diferenciaban muy bien una de la otra.
-Oye, abogado, y tú ¿qué onda? Nunca te he visto una mujer- preguntó ya en confianza Manuel.
-Sí, nada más te oímos cantar y no sabemos el origen de tu dolor- secundé.
-Pinches chismosos- respondió riendo ya con los ojos enrojecidos.
-Ay, ay, ay, mucho misterio, pues que eres gay o ¿qué?- retó Manuel, -ya sabes que aquí somos open mind, amigo…
Joaquín se quedó pensativo un instante y luego inició un relato sobre un amor imposible de años atrás; que estaba realmente enamorado y cursilerías por el estilo que aunque eran motivo de burlas, en el fondo, todos respetábamos.
-Ven, Mauricio, apenas empieza lo bueno- ironizó Manuel cuando lo vio ir hacia la cocina.
-Ya me sé ese cuento de memoria. Voy al baño- dijo un poco molesto.
Manuel y yo consolamos al abogado que pasaba de un estado de ánimo a otro con gran facilidad. Reía, se le volvían a salir las lágrimas y volteaba con insistencia hacia el pasillo por el cual Mauricio y, horas antes, Mamá, habían desaparecido.
Manuel empezó a dar algunos tumbos. Ya le parecía “interesante” lo que José José cantaba y se enganchó con la de “Preso”. Mauricio volvió y Joaquín aprovechó para un nuevo brindis.
-Es año nuevo, así que vida nueva. ¡Salud!
-De eso les quería hablar- dijo con solemnidad Mauricio¾Me voy como corresponsal a Londres la próxima semana. Mamá no lo sabe todavía.
-¿Cómo? Y ¿cuánto tiempo te vas?- preguntó Joaquín casi sobrio de repente.
-No lo sé.
Hubo otro silencio. Manuel eructó y se acercó a Mauricio para darle un abrazo. Yo también lo felicité y brindamos por su juventud, por los caminos abiertos. Joaquín se desplomó en uno de los sillones de la sala.
-Que seas feliz- dijo. Ensayó una sonrisa pero no pudo más y rompió en un llanto inconsolable. Me desconcertó tanta tristeza. Quizá era el ron, quizá mi propio abandono; quizá la nostalgia de quien ve más largo su pasado que su futuro. Volteé casi por instinto a ver a Mauricio y comprobé que también lloraba. Veía hacia el sillón en donde Manuel y el vecino ya cantaban con profunda amargura.
-Venga, venga- animó totalmente ebrio Manuel al abogado.
-“No sé si vuelva a verte después, no sé que de mi vida será…”- cantó Joaquín mirando al suelo, atragantándose las lágrimas.
Lo entendí todo tan de golpe. Mauricio se sentó a un lado de Joaquín y le tomó la mano con discreción. Se miraron con tanta tristeza que hubo un momento en que, totalmente conmovido por esa angustia, por ese eterno desaliento que a todos nos persigue, los abracé al mismo tiempo, les di unos besos en las mejillas y ellos aprovecharon mi pecho para esconderse de Manuel y unir sus labios. Seguimos cantando y hablando sin sentido.
Desperté cuando escuché la voz de mamá. Manuel estaba tirado en la cama de al lado. Me levanté, abrí el otro dormitorio y estaba vacío. En el baño no había nadie. En el comedor, mamá ponía los cubiertos. Tenía los ojos hinchados quizá de tanto llorar.
-Es mejor que le hables a Mauricio, no quiero que Manuel se entere porque lo mata- dijo con frialdad sin dejar de mirar hacia la mesa.
Salí y toqué en el número 10. Mi hermano me abrió avergonzado. Le di una palmada en el hombro y le dije que la comida estaba lista.
Diana Teresa Pérez. Narradora. Impulsiva, incoherente, terca, insomne. Recuerda que nació en el antes DF, hoy Ciudad de México (aunque siempre está perdida). Cree que la comunicación es fundamental para crear, recrear y dejar testimonio del paso del ser humano en este mundo. Ha trabajado para los periódicos Crónica y Excélsior y para la revista Expansión. Ha publicado varios cuentos en revistas y antologías literarias. Actualmente imparte talleres de escritura autobiográfica.