“Los viajes terminan con el encuentro de los enamorados”: Shakesperare
Un compañero dice que a los amigos se les conoce en la cama, en la cárcel y en el Facebook. Conocí a Iris hace diez años en esta última plataforma de Internet en su versión de Messenger, cuando las cámaras web no tenían buena resolución y las imágenes se veían oscuras y algo borrosas, aunque se conversaba a gusto por texto y la voz era aceptable.
De inmediato apareció cierta empatía entre nosotros y elaboramos un simple plan de mutua convivencia que duraría un año donde intercambiamos mensajes y fotografías. Soy profesora de inglés en Valencia, Venezuela. Si te conviertes en esclavo de una piel morena y unos pies lindos, yo caigo sin remedio ante unos poemas y un ramo de flores. ¡Espero saber pronto de ti! Un abrazo. Iris. Fue una de sus primeras notas.
El plan parecía demasiado simple. Después de tantear algunas opciones, como que ella viajara a México o bien que nos encontráramos en La Habana, convenimos, finalmente, que yo tomaría el vuelo de las 7:30 horas a Caracas del 12 de diciembre de 2008. En las semanas anteriores a esa fecha la emoción me comenzó a invadir. Muchos pensamientos me carcomían el alma, pero eran tres los que no me dejaban dormir: por fin conocería a Iris, sería la primera vez que saldría de México e igualmente haría mi debut como pasajero de un jet.
Conforme se cumplía la fecha de partir, tenía el presentimiento que algo inesperado se acercaba.
En ese tiempo estaba convencido que el único remedio para el amor era la huida antes de que este llegara a producirse. Un poco exaltado, salí de mi departamento de cuarto piso con muebles de tercera, servicios de segunda y sueños de primera a comprar mi primera maleta, la cual llené con todo lo que tuve enfrente, discos de Morricone, playeras de los Pumas, rebozos, pañuelos, etc.
Tal vez para no sacarle la madre al mundo o a mí mismo en esos momentos.
Los días anteriores al 12 de diciembre, me urgía la necesidad de llamarle, de escuchar su voz, ese tono muy suyo que me resultaba delicioso. La orilla de mi ventana era el único y mudo testigo de un incansable ejercicio de mis ojos que la buscaban ávidos noche a noche, en cada estrella. Nunca supe dónde comenzaba y terminaba lo que sentía cuando estallaban mis fantasías. De lo que no dudé jamás fue la sospecha del calor de sus brazos y de la humedad de su boca.
Saqué de la bolsa de la camisa su retrato y recordé unas líneas de “Caballo Viejo”, el conocido tema del cantautor venezolano Simón Díaz, “Y si una potra alazana caballo viejo se encuentra el pecho se le desgarra y no le hace caso a falseta y no le obedece al freno ni lo paran falsas riendas…”.
El miércoles 10 de diciembre, en una tarde malva y con todo el porvenir por delante, al preparar mi maleta, estaba dispuesto a lanzarme al vértigo de una aventura, que como la propia definición lo dice, extraña, peligrosa y con riesgos; aunque, también, la presentía interesante y placentera. Debo decir que el gesto de Iris siempre me conmovió en nuestras cibercharlas. Me sentí tocado por la suave caricia de su voz, de su sonrisa.
Por fin el tan ansiado día llegó. Mi vuelo fue puntual en su salida. Más agitado que nunca, leí el boleto varias veces. 7:30 AM México – 1:45 Caracas. Los minutos y las horas fueron largos e intensos. Unos gritos de silencios de verdadero hielo comenzaron a envolverme en la que era mi primera experiencia sobre las nubes. No comí, ni bebí nada. Solamente pensaba en ella y repasaba mentalmente lo que le diría: que su sonrisa parecía al sol en su salida, la abrazaría, me arrodillaría y le besaría los pies.
-Señor estamos a punto de aterrizar, abróchese su cinturón, por favor –se escuchó una voz femenina con maneras dulces.
Al oír esto se me enredó el estómago y me puse lívido. Un calorcito me recorrió el cuerpo de los pies a la cabeza cuando pisé los pasillos del Aeropuerto Internacional de Maiquetía de Caracas. Luego el papeleo de rigor se complicó debido a mi nerviosismo que iba en aumento. El calvario terminó y pregunté por la salida. Pasaron los minutos. Eran pasaditas las 2 de la tarde. Hacía calor, pero sentía frío por dentro, estaba intranquilo. ¿Y si no viene?, pensé. Caminaba por aquí, por allá. Dejé mi mente en blanco.
-Cut, Cuuut, ¡acááááá!
Santo cielo, era Iris. Estaba ahí, a mi izquierda. Nos acercamos el uno al otro. Tomé mi maleta que antes sentía pesada, ahora me parecía llena de plumas de tan ligera. Al ofrecerme un lindo ramo de flores silvestres me dije: la cámara web me engañó siempre. Era hermosa, de ojos pequeños y luminosos y tenía el cabello negro romántico, descansando en sus hombros sobresalía un aura que lo mismo podía ser de Venezuela que de un dulce azul de un cuadro de Matisse.
Su vestido era de un gusto sutil y sencillo: blusa de lino amarilla y jeans, con zapatillas café que dejaban asomarse unos espléndidos pies del color de las azucenas. Y aunque su vestir era discreto, sus encantos a flor de piel la hacían verse de una elegancia principal. Bastó una sonrisa suya para entregarme su corazón y yo le ofreciera el mío. Fue tan natural y sencilla. Son este tipo de personas las que sostienen al mundo y que hacen de la realidad algo habitable, grité a mi interior.
Me quedé como estatua de barro y medité de inmediato:
Es la mujer más bella que he visto en mi vida. Por supuesto que perdí la voz y olvidé el plan diseñado para la ocasión. Recibí las flores, nos dimos un abrazo y como pude la besé. Al sentir sus labios por primera vez recordé que no era por el paso de los años que había dejado de enamorarme, sino al contrario, por no vivir enamorado me sentía viejo. De modo que ahí mismo me convencí que no hay nada más hermoso en la naturaleza que el hechizo de una linda mujer.
-Viniste Cut, viniste, qué gusto –dijo Iris con su sonrisa de destellos triunfantes.
Me parecía haberme encontrado con un ángel sin alas que me había caído del cielo. Pero lo mejor aún faltaba. Subimos a su auto, por la costera hacia Carenero. En cosa de 15 minutos llegamos a una posada, modesta pero romántica. Pidió a un muchacho que cargara las maletas y me dijo que esperara fuera de la habitación. Me invitó a pasar.
-No abras los ojos hasta que te diga –me ordenó.
-¡Ya! –exclamó.
Aquel fue un instante asombroso, fascinante. La estancia, en una penumbra íntima y ambientada con música de Morricone, estaba iluminada con velas aromáticas alrededor de la cama; en medio de ésta se encontraba un panqué cubierto de mi sabor favorito, el chocolate, mismo que custodiaban decenas y decenas de pétalos de rosas carmesí. Hasta aquí mis manos y mi garganta competían a muerte; las primeras por disimular océanos de sudor y la segunda por emitir algo parecido a una palabra.
Absorto, hubo un momento en donde ya no pude contener el llanto y fue cuando observé que cuando menos tres paredes de la habitación estaban tapizadas con fotografías de los pies de Iris, las que, a su vez, incluían frases de mis textos. Mis lloriqueos deambularon de alegría por esas cuatro paredes. Luego de ver la leyenda expuesta arriba de la cama, Bienvenido Cut, la abracé y con los ojos húmedos reflexioné detenidamente sobre dos cosas infinitas: el universo y mi amor por Iris. Del primero, no tengo idea hasta dónde están sus límites; del segundo, tengo muy claro hasta donde llega.
Cut Domínguez.. Periodista cultural. Ha dirigido espacios como la jefatura de Prensa de Difusión Cultural de la UNAM; coordinador de Prensa en la Ciudad de México del Festival Internacional Cervantino; Subdirector de Difusión del Polyforum Cultural Siqueiros; Jefe de Prensa de la Orquesta de Cámara de Bellas Artes. Asimismo, ha sido colaborador de diarios y revistas nacionales.