“Te buscaré hasta encontrarte”.
A ninguna de nosotras, las madres que en un acto de plena consciencia y voluntad decidimos tener hijos, las imagino con el rostro de la maternidad más violenta de nuestros tiempos: buscar a un hijo o hija desaparecido.
Más de 30 mil desaparecidos en la última década y detrás de la mayoría está su madre, probablemente su abuela, y otras mujeres de su entorno con una playera en la que se lee: “Te buscaré hasta encontrarte”. Exhiben las fotos familiares en sus pechos, en sus carteles. Cuentan la historia conocida de su desaparición.
Las cifras hablan de que la mayoría son jóvenes de entre los 15 y los 19 años, y los estados donde derraman sus lágrimas estas mujeres son todos los del territorio nacional; pero principalmente Tamaulipas, Estado de México, Jalisco, Sinaloa, Nuevo León, Chihuahua y Coahuila, las fotografías de sus madres muestran canas prematuras o con historia; pero el rasgo común es el dolor escrito en sus rostros: de tener una cotidianeidad de preparar desayunos o salir temprano al trabajo, violentamente un día, peregrinan por las instituciones de impartición de justicia, por las policías, los cuarteles, los hospitales, los servicios forenses buscando un hijo o una hija que no regresó más.
La cada vez más extensa geografía del narcotráfico y del crimen organizado van perfilando también a los grupos que, como Las rastreadoras de Sinaloa, buscan en los cerros, en las laderas y en los parajes a sus hijos. Llegan guiadas por susurros, versiones, avisos anónimos, porque en el campo, en las sierras y los barrios populares, alguien vio, escuchó o encontró la tierra removida cuando regresaba de pastorear. En esos lugares habita el silencio del miedo, hasta que llegan ellas, con su dolor, con su llanto llenan las calles y las plazas y el silencio se acaba. Y en el destino más ingrato de una madre buscan restos humanos en fosas comunes.
Allí donde las autoridades dicen que no hay nada, los lamentos, las manifestaciones, las entrevistas de voces entrecortadas ante las cámaras de periodistas nacionales e internacionales, abren poco a poco las palabras, los datos, los caminos vedados, y hasta allá llegan para cumplir la promesa impresa en sus camisetas, el mandato de su amor herido.
Mirna Medina fue a Ocolme a una fosa común y encontró un cadáver incompleto; sólo hasta tres meses después la prueba de ADN le dijo que había encontrado los restos de Roberto Corrales Medina, su hijo al que buscaba desde hacía tres años, con otras madres, cruzadas, como ella, por el dolor.
Sólo el dolor hace posible la búsqueda en el territorio de los malditos. Sólo la profunda convicción de que la vida es un tesoro maravilloso que tiene que ser preservado. Los días de sol les curten las arrugas nacidas de la perene angustia. Sólo la esperanza de que algún día puedan hacer un funeral es lo que las mantiene en tan dura lucha. Y entre ellas se acompañan, se empoderan, protestan, reclaman. Como no lo habían aprendido a hacer antes de la desaparición de sus hijos. Antes el mandato cultural era permanecer en el espacio privado. Centradas en actividades domésticas, o en empleos comunes, y la violencia de la desaparición las lleva, sin preparación alguna, al espacio público a reclamar por la vida. Nadie las preparó para la primera o la última fosa clandestina. El Estado es responsable del camino recorrido en esta maternidad violenta.
Genoveva Flores. Periodista y catedrática del Tec de Monterrey.