Y los aretes de media perla.
Llegamos a Taxco poco antes de las diez de la mañana y de inmediato fuimos al encuentro de un buen almuerzo. Era un sábado de mayo, cálido y festivo. Luego de saborear nuestro refrigerio, nos entrevistamos con un funcionario de turismo del estado de Guerrero, con quien esbozamos los pormenores de una exposición de Fieles Difuntos y Todos los Santos que montaríamos en esos días en aquella bella ciudad. Hasta ese momento, ninguno de los dos imaginó lo que viviríamos ese día.
Al cabo de un rato, caminamos por una estrecha callejuela cuyas bardas soportaban enormes racimos de bugambilias moradas y rojas, las cuales parecían sonreír a las marquesinas de teja. Allí, una vieja vendedora de amaranto y miel nos indicó cómo llegar al mercado de artesanías. Justo antes de irnos preguntó si pensábamos comprar algo especial allí. “Unos aretes de media perla” –contestó Zulma, con cierta impaciencia.
Verdaderos adictos de la merca, convenimos en buscar unos zarcillos que hicieran juego con el collar de perlas, apenas vimos que se acercaba el festejo de su cumpleaños. De manera que fuimos, venimos, subimos, bajamos y nada. En algunas tiendas las piezas simplemente no la dejaban satisfecha y en otras, de plano, no las había; de modo que los ansiados aretes parecían existir sólo en su imaginación.
-Seguro que en Taxco los encontraremos-, había sentenciado tiempo atrás, Zulma, la de los ojos de poema, como yo le decía. -Ahora que estemos allá, por lo de la exposición, los buscamos -diría en cierta ocasión. Una jornada más que sorpresiva nos esperaba. Los días anteriores a ese sábado en aquel pequeño paraíso colonial, que después guardaríamos en el baúl de los recuerdos como imborrable, no tuvo otro tema de plática que no fueran los aretes de media perla.
Lo cierto es que apenas surgió la posibilidad de viajar a Taxco, tomó vida la idea de que pronto saldríamos del problema, amen de cumplir un encargo laboral y, desde luego, lo que para mí era aún más importante: despertar junto a ella esa noche que tanto había anhelado.
En el mercado de artesanías señoreaba un ambiente de verdadera feria, enmarcado por una tarde y un cielo limpios en extremo, apenas terminada una tupida, aunque momentánea lluvia. Nunca habíamos visto firmamento más cautivador. Nubes de colores, un arco iris como los anillos de saturno de grande y los rayos del sol como si estuvieran pintados con oro y fuego. Pero, con todo, lo mejor estaba todavía por llegar.
Poco a poco el día comenzó a despedirse. Las campanas de Santa Prisca saludaron con un tono peculiar en siete ocasiones todavía un paisaje pueblerino, quizá anunciando una noche que no iba a ser fácil de olvidar. Y entonces se deslizó nuevamente en mi pensamiento, como una dulce nota musical, la idea de encontrarme a solas con Zulma.
Como tantas veces lo había imaginado: en una enorme habitación, cuyas paredes cubrieran lujosos espejos; en medio de ésta una cama redonda con pálidas sábanas para contemplar sobre su superficie su lisa y brillante cabellera, la opulencia de sus caderas, esos espléndidas piernas que más de una vez me habían inquietado y la cautivante luz de sus ojos, ¡Qué tentación la de imaginar su belleza en plenitud!
Sonriente, la invité a buscar un hotel para pasar la noche. Enseguida pareció adivinar los deseos que en ese momento me comenzaban a quemar. Su respuesta fue una curiosa, más bien pícara, mueca. Así emprendimos otra búsqueda que, igualmente, se perfilaba como inútil. Estuvimos en los cinco o seis lugares de alojamiento más importantes de Taxco, tan sólo para escuchar la misma respuesta: que no había habitaciones. Cerca de las nueve de la noche decidimos, casi desconsolados, que el pintoresco hotelito que se alzaba frente a nosotros sería el último intento para encontrar posada; en caso de fallar, regresaríamos a nuestro lugar de origen.
Luego de leer: “El Fortín de la Flores. Bienvenidos”, nos envolvió un estupor extraño que nos recorrió con tibieza de los pies a la cabeza. En la recepción, con nuestras manos sudorosas y firmemente entrelazadas, un hombre entrado en años y bajo de estatura, quien dijo llamarse Rogaciano, nos informó lo que menos queríamos. “Esperen” –dijo el tipo- cuando con el corazón a medio latir buscábamos ya la salida. “Hay un cuarto –el nueve, que puede estar ocupado o vacío, depende- añadió, con mirada extraña.
Dijo que ese cuarto había sido ocupado cuatro días antes por una pareja, dizque de recién casados. Que desde entonces no los había visto salir o entrar y que tampoco había escuchado ruido alguno. Admitió su temor por abrir el cuarto y encontrarse ante una tragedia, de llamar a la policía y de perder su tranquilidad y quizá su libertad. Nos invitó, nervioso, a abrirlo y enterarse de una buena vez lo que allí pasaba.
Por un pasillo, largo y estrecho, llegamos a la puerta número nueve. Las manos temblorosas del viejo hotelero introdujeron en la cerradura una llave plateada, mientras el azoro se apoderaba de los tres y hacía trabajosa nuestra respiración. Abrió la puerta y aquel fue un instante mágico. Allí estaba esa grandiosa habitación cubierta de ostentosos espejos, envolviendo una redonda cama, que de tan grande parecía un océano de lienzos blancos. Lo que más nos impresionó fue el olor a nardos y a miel; esta última formando un amplio charco, en cuyo centro estaba una cadena de flores con poemas dedicados a Zulma y sobre éstos las joyas más hermosas que jamás habíamos visto: ¡dos aretes de media perla!
Cut Domínguez. Es periodista cultural. Ha dirigido espacios como la jefatura de Prensa de Difusión Cultural de la UNAM; coordinador de Prensa en la Ciudad de México del Festival Internacional Cervantino; Subdirector de Difusión del Polyforum Cultural Siqueiros; Jefe de Prensa de la Orquesta de Cámara de Bellas Artes. Asimismo, ha sido colaborador de diarios y revistas nacionales.