La tragedia no conoce distinciones. La muerte, el dolor, la destrucción, a todos afecta por igual. Sin distinción de preferencias políticas, sexuales, género o religión, estas semanas el país ha sido sacudido.
La naturaleza ha desafiado nuestra estabilidad y sismos han cimbrado Chiapas, Oaxaca, Guerrero, Morelos, Puebla y la Ciudad de México. Esta semana, nuestros ojos vieron casas y edificios desplomarse. Para algunos era la repetición de escenas que deseaban nunca más vivir. Para otros era ver convertirse en realidad lo que sólo habían visto por medios electrónicos, recortes de prensa o las historias relatadas de sus padres.
Pero, por igual, algo se partió en el interior. Fue el dolor de la pérdida de vidas humanas, de niños atrapados en sus escuelas, de familias quedando en la calle tras ver su patrimonio de vida derrumbarse en minutos. El dolor de madres buscando a sus hijos en los escombros y de hijos rogar por noticias de sus padres.
La desgracia llegó. Atrás quedaban los grupos que hemos visto enfrentarse en otros momentos por causas o movimientos sociales. En esos momentos, el dolor no fue diferente entre los que promueven el matrimonio igualitario o los que marcharon en el Frente por la Familia. No hubo contingentes exclusivos para mujeres que sufrían ni para hombres que lloraban. La muerte no reconoció entre los militantes de izquierda o derecha. El desconsuelo arrasó entre tribus o frentes amplios.
En esos momentos de crisis, surgió la solidaridad. Esa hermandad que hay cuando un sentimiento tan abrumador nos une. Miles de mexicanos salieron a las calles este fin de semana. Dispuestos a buscar no sólo a los suyos, sino a los familiares de otros, que ahora, por convicción, pertenecían a la gran familia mexicana que somos. Otros donaban víveres, ofrecían servicios a la comunidad, ponían habilidad y posesiones que pudieran aliviar ese dolor, esa pérdida que se volvió de todos.
Si algo quedó demostrado es que los mexicanos podemos vencer esa polarización que se ha incubado por años. Esa polarización que da réditos a ciertos grupos, pero no a nosotros, a los ciudadanos de a pie. Se demostró que podemos vencer esas diferencias que tenemos y son legítimas: lo no legítimo es permitirnos creer que no podemos avanzar en conjunto, a pesar de ellas.
En pocas horas, ese fantasma de intolerancia por el otro se desvaneció. Sin fobias, extraños se tendieron la mano, en ese espíritu solidario que no debemos dejarnos arrebatar, no una vez más.
Los ciudadanos demostramos que sí podemos: sí podemos llegar a acuerdos, que no son necesarios mesías ni rupturas. Pero también aprendimos que todos necesitamos de todos. Que todos los actores sociales son necesarios. Es hora de reconstruir no sólo las ciudades, sino transformar los derrumbes sociales que hemos permitido y en los que hemos también participado.
No podemos darnos el lujo de retroceder. El sismo destruyó muros. No sólo de concreto, sino de intolerancia. Debemos construir puentes de diálogo en su lugar.
Si con el paso de los meses volvemos al mismo camino de politiquería disfrazada de activismo, de intolerancia simulada tras corrección política y revanchismos en lugar de justicia, no será culpa de nadie más, sino nuestra.
Es hora de ser solidarios, no sectarios. México, nosotros, lo merecemos. Y podemos lograrlo.