Era muy joven cuando el terremoto de 1985 me generó un miedo que hasta la fecha no he podido superar. Aquella mañana del 19 de septiembre, me preparaba para irme a trabajar sin haberle dicho a mi padre que unas semanas atrás había renunciado al puesto de cajera en un banco. Sabía que se enojaría mucho, por lo que decidí mentirle, segura de que en esos días me iniciaría como reportera, para lo que estaba estudiando. La naturaleza, sin embargo, me sorprendería con un suceso que echó abajo mi juvenil engaño: la tierra sacudió violentamente no solo mi hogar, también mi consciencia y crecí con un pánico atroz a morir abandonada y lentamente bajo los escombros de un inmueble.
Treinta y dos años después de aquel fatídico día, volví a sentir ese miedo que no deja respirar, que paraliza de pies a cabeza y hace sudar las manos y la frente. No sabría decir si el temblor que hacía tronar las paredes del hospital donde me encontraba el pasado martes era más fuerte que el de mi propio cuerpo. Como una película, volvió a mi mente esa mañana del terremoto que devastó a la Ciudad de México con innumerables edificios colapsados como panqués y miles de personas enterradas, algunas muertas y otras vivas, entre varillas y lozas de cemento.
Con apoyo del psiquiatra, con quien platicaba precisamente del cataclismo ocurrido en Oaxaca y quien sabe de mi terror a estos fenómenos, llegué hasta el estacionamiento del Hospital donde, al igual que yo, decenas de personas que creemos en Dios orábamos pidiéndole clemencia: “¡Señor tú eres nuestro Pastor, nada nos pasará, porque nos proteges con tu vara y tu cayado y aunque pase por el valle de sombra de muerte, no temeré ningún mal porque tú estás conmigo!”.
Algo me decía que al exterior de donde me encontraba la tragedia volvería a ser, aunque en menor proporción, la misma del 85 en llanto, desesperación, angustia y mucho miedo.
Muy cerca de mí, alguien sintonizó la radio desde su celular, la voz de Iñaqui Manero, locutor de 88.9 FM, daba cuenta de lo ocurrido: un colegio de niños se había colapsado con 400 pequeños dentro, varios edificios habitacionales, de oficina y fábrica de ropa se habían venido abajo con gente que había quedado enterrada como aquella mañana del 19 de septiembre de 1985 cuando enfrenté, entre los brazos de mi madre, dos miedos: el terremoto y el ser descubierta por mi padre. Los dos siguen presentes en mi memoria.
¡Vivir con miedo no es vivir! De trayecto a casa, observé a la gente cómo se arrebataban los lugares para subirse a un transporte público, otros corrían sobre Periférico y muchos más, entre los que me cuento, olvidaron sus temores para darle un aventón a desconocidos que querían saber de sus familiares.
A nuestro paso, las sirenas de ambulancias y patrullas nos erizaban la piel, por doquier había fachadas de casas fracturadas, edificios con ventanales rotos y puentes caídos. Aún ignoraba la magnitud del sismo que, por coincidencia o fortuitamente, sacudía en la misma fecha a la Ciudad de México dos horas después de conmemorar con un megasimulacro un año más del terremoto de 1985.
El trayecto del hospital a mi casa fue largo y angustiante, las llamadas de auxilio para rescatar con vida a los niños del colegio “Enrique Rébsamen” se repetían constantemente llevando a mi mente a recordar cómo después de pasado el susto con mi padre me aventuré, siendo estudiante de periodismo, a recorrer una de las zonas más siniestradas del terremoto del 85: Tlatelolco. En ese entonces mi ímpetu juvenil me daba fuerza y valor; mi espíritu reporteril, adrenalina. Hoy siento una gran tristeza porque no quisiera que nadie creciera como yo.
Me resisto a creer que necesitamos morir entre toneladas de tierra, pasar horas y días en la oscuridad sin saber si es de día o de noche; sentir hambre y frío, desesperanza, abandono, inmensas ganas de gritar, llorar, pedir perdón y hasta reclamarle injustamente a Dios porque no te escucha, porque permite guerras, matanzas, violaciones pero, sobre todo, crecer y vivir con miedo.
Mi proceso de sanación está en marcha: el espiritual teniendo a mi lado a Dios y, en la tierra, a un extraordinario ser humano y psicoanalista que me ha enfrentado a mí misma para sacar mis demonios.
Elena Chávez. Estudió periodismo en la universidad Carlos Septién García. Ha escrito los libros “Ángeles Abandonados” y “Elisa, el diagnóstico final”. Reportera en diversos diarios como Excélsior, Ovaciones, UnomásUno; cubrió diferentes fuentes de información. Servidora Pública en el Gobierno del Distrito Federal y Diputada Constituyente externa por el PRD.