Las dos estábamos solas, mis manos y sus huellas no tenían a quién acariciar. No había nada de especial en mi voz ni en su ronroneo. Nuestro tiempo era igual: yo en la calle y ella entre la basura junto con sus tres hermanitos.
El lunar de mi cara es como la manchita de su “barbilla”. Cada que se revuelca en el piso y da vueltas, la deja ver, con fanfarrona simpatía.
A la casa solo pudo llegar ella –gracias a mi primo– cuando casi era una recién nacida. Me dio miedo que no sobreviviera por lo pequeña y frágil: aún necesitaba a su mamá felina, gritaba porque quería seguir siendo amamantada.
Pero Pam sobrevivió. Hoy mis manos acarician su suave pelaje, sus blancos bigotes, sus picudas orejas, su nariz rosada.
Mi voz se escucha tierna al hablarle, y su ronroneo reconforta mis oídos.
Desde arriba espera mi llegada, se asoma por un barandal cuando regreso a casa. La veo esconderse entre las escaleras esperando –ambas– el abrazo felino.
Liz Álvarez. Le encanta preguntar al conocido y al desconocido. Estar informada de las noticias más trascendentales es parte de su vida. El deporte es su manera de conectarse con los demás y sentirse en libertad. Apasionada de los gatos y coleccionista de amistades. Es egresada del Centro Universitario de Periodismo y Publicidad (CUPP).