jueves 21 noviembre, 2024
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SOCIEDAD

«COLUMNA INVITADA»: Pintoresca Alameda Central

Ya me di cuenta de que yo escribo para que no se me olviden las cosas, es una inocente trampa para volver a revivir los instantes, tal vez a la larga me pase como decía mi amado Antonio Machado y que solo recuerde la emoción de las cosas.

Se me informa por parte de mi menor hijo que los planes para el domingo acababan de cambiar, cuando yo había tomado la decisión de no hacer absolutamente nada que implicara dar más de 20 pasos dentro de mi casa.

Resulta que se le paso decirme que tenía que ir al Museo de Memoria y Tolerancia con un compañero para hacer un trabajo que se entregaba al otro día; ya debería de estar acostumbrada, con tres adolescentes en casa, la inmediatez es el pan nuestro de cada día. En resumen, abandono mi feliz idea de domingo de descanso, me planto unos tenis, mi bolsa-morral para ir al centro, folklórica y con muchas bolsitas internas para monedas celular, lentes y llaves –sin tener que estar hurgando por horas para encontrar algo–.

“Sí pero nos vamos en Metro”, advertí. No tengo fuerzas para manejar, ni dinero para gastar en el estacionamiento de Bellas Artes, ni ganas de estar horas atorada porque el domingo los ciclistas ocupan la mitad de las avenidas y calles que comunican a Coyoacán con el Centro histórico. Además, las pocas neuronas que ocupo el domingo me alcanzaron para recordar que habría una marcha, que lamentablemente me perdí, porque me hubiera gustado aplaudir a los valientes que se animaron a demandar respeto, montados desnudos en sus bicicletas.

Lo bueno es que Nicolás para eso es igual que yo, le encanta adentrarse en las entrañas de la tierra y ve el viaje en Metro más que como una conexión y un trámite como una verdadera aventura. Puedo observar su cara mirando detenidamente a cada persona que está en el vagón, quiere enterarse de dónde viene y a dónde va cada quién, ¿de qué viven?, ¿en que trabajan?, ¿cómo son sus familias?

Me llené de silenciosa emoción cuando se subió una señora, ni siquiera mayor (para mí cada vez el margen es más amplio con la palabra “mayor”) y sin dudarlo mi hijo menor brincó como resorte para cederle el lugar; disimulé una sonrisa de oreja a oreja y controlé mis ganas de casi casi echarle una porra.

Bajamos en la estación Bellas Artes y es increíble cómo la magia comienza. Una Alameda llena de vida. Bajo un sol esplendoroso las familias pasean, rien, juegan, nadie tiene prisa, nadie pareciera tener grandes problemas; es domingo y es la alameda, ¿qué puede haber mejor que un paseo en familia?

La fuente que esta atrás del Hemiciclo a Juárez es un verdadero deleite. Los niños juegan a las resbaladillas, se sientan en medio de la fuente y esperan impacientes que se activen los chorros de agua; difícilmente puedo recordar una imagen más alegre. Todos huyen de los chorros, esperando que los alcancen, chocan entre ellos, atacados de risa se caen como si de verdad los chorros fueran tan fuertes y la fuente tan grande; dijera mi amiga Celeste: la pura gozadera, el puro jolgorio, qué más da si hemos podido pagar rentas, ir de vacaciones, estrenar zapatos. Todo es el momento, la emoción. 

Le dije a Nicolás que tenía permiso de meterse a mojar en la fuente. La verdad mi intención era tener un pretexto para meterme a la fuente a sacarlo. Como este niño es la inspiración viviente de Sheldon Cooper, en su prodigiosa mente analizo las 50 mil alternativas y consecuencias en menos de un segundo y decido que mi idea no procedía. Mostrándole una gran desilusión proseguimos con nuestro camino.

Ya a punto de llegar al museo nos topamos con la sucursal de Porrúa. Con la empatía que nos une desde que nació, nos dirijimos a la entrada sin decir nada, y ese impacto momentáneo fue exactamente igual para los dos, unos cuantos segundos nos quedamos parados en la entrada impávidos, sin decir nada, sin dar un paso, en lo que la imagen de tantos libros tan bien apilados nos producía un escalofrío a lo largo de toda la columna vertebral.

Sobreponiéndonos a la emoción, empezamos a avanzar cada quien hacia sus propios intereses, yo a las novedades, él a los libros de aventura, hasta que una voz que rara vez escucho susurró en mi oído para recordarme que el compañero de equipo seguramente ya tenía rato esperándonos en la puerta del museo. Muy a nuestro pesar, abandonamos aquel paraíso y nos dirijimos hacia el otro lado de la calle.

El recorrido por el Museo de Memoria y Tolerancia es otra historia digna de contarse, una historia agridulce que nunca he podido manejar bien. Cada que voy a este museo, aprendo algo nuevo y siempre hay algo muy valioso; es para mí uno de los mejores museos y de obligada visita en compañía de la familia. Su museografía me parece impecable y su contenido gráfico y audiovisual es impactante. Este recinto fue hecho por judíos y trata principalmente la historia del holocausto, incluye también una gran y sustentada información sobre muchos otros Genocidios en el mundo, tiene un amplio archivo sobre los exterminios en África, Asia, Centro y Sudamérica, el este de Europa pero sobre todo un mensaje final sobre la importancia de conocer la historia y crear conciencia.

Un refresco en la cafetería, un breve recorrido por la tienda de souvenirs y el regreso en Metro; sorteando vendedores de ilusiones y payasos aterradores, fue suficiente para recomponer mis emociones.

Precio estimado del viaje $100.00 por persona y eso porque el museo, al ser privado, tiene un costo.

Para tantas imágenes inolvidables, emociones albergadas en el recuerdo, risas involuntarias, me resultó más que justo.

Bárbara Lejtik. En Twitter: @barlejtik En Instagram: labarbariux. Licenciada en Ciencias de la Comunicación, queretana naturalizada en Coyoacán. Me gusta expresar mis puntos de vista desde mi posición como mujer, empresaria, madre y ciudadana de a pie. 

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