El pasado fin de semana hubo comida familiar en casa de mi madre, y cuando estábamos en la sobremesa llamaron a la puerta. Era un grupo de jóvenes que en el nombre del “diputado” hacían proselitismo electoral. Vestidos con un chaleco rojo y portando un botón de su partido, hacían promesas para mejorar la vida de los mexiquenses. Aprovechando su cercanía con el Diputado pregunté: ¿Trabajas con el diputado?, “Sí, claro, contestó, trabajo directamente con él”. Repliqué: Pregúntale ¿por qué nunca responde los correos o los mensajes directos a su Twitter? Me respondieron con una cara de sorprendidos: ¿Quiere que le conteste? ¡Pero si es el diputado! Con esa respuesta comprendí mi ingenuidad, no debía seguir enviando correos y mensajes directos a un representante político que levitaba desde el momento de su triunfo electoral y que ahora sus representantes terrenales buscaban apoyo para otro aspirante a la levitación.
En las democracias actuales, un cargo de representación es una función pública regulada constitucionalmente. El cargo a desempeñar tiene una temporalidad y deberá de ser ocupado por el ciudadano que ha cumplido con los requisitos legales al participar en elecciones y ha obtenido la mayoría de los sufragios emitidos, calificados y declarados válidos (aunque es bastante cuestionable la formula aritmética que determina la mayoría). Por este hecho, se asume legalmente el ejercicio de la representación que va a facultar a un ciudadano para actuar y decidir en nombre del pueblo.
Entonces, las democracias representativas han sido asociadas con criterios como: Quienes gobiernan son elegidos a través de elecciones, los gobernados podemos expresar nuestras opiniones, la toma de decisiones de los gobernantes pueden ser sometidas a una puntual rendición de cuentas. En suma: el ciudadano electo al cargo de representante debe de actuar para promover y gestionar los intereses de sus representados, en pro del bien común.
Si bien es cierto que hay muchos intereses que están en juego en la labor del Representante, y que en ello radica precisamente la complejidad de su tarea, se debe de considerar que existe una interacción entre el representante y sus representados.
Un gobierno es representativo cuando los intereses de los ciudadanos a quienes se representa se convierten en el catalizador de las acciones del representante. Los anterior significa que el contenido sustancial de la representación está precisamente en esta relación bilateral representante y representados, y no en el proceso de elección.
Lo que vivimos en México con el sistema de representación es una ficción. Los representantes no se desligan nunca de los intereses de su partido, es éste quien establece los mecanismos de decisión del representante, olvidándose por completo de los ciudadanos.
Una vez que se asume el poder, se rompe esta relación con los votantes, el resto de la historia ya la conocemos los ciudadanos. Un Estado totalmente desarticulado de los ciudadanos es lo que provoca instituciones políticas débiles; un Estado capturado por intereses privados de grupos y de poderes fácticos.
En este sentido, pareciera que los procesos electorales propios de nuestra democracia sirven solo para dotar de legitimidad al sistema representativo y pone en evidencia sus vastas limitaciones en términos de una efectiva representación. Es evidente entonces que nuestro modelo democrático esté vinculado con una forma de participación ciudadana estrictamente electoral.
Ante lo expuesto, confieso pecar de ingenuidad: cómo podría esperar que un Diputado algún día responda o manifieste interés en una inquietud de una simple y terrenal ciudadana. Posiblemente descienda al plano terrenal cuando tenga interés de su reelección.
Mayra Rojas es docente en el Instituto Tecnológico de Estudios Superiores Monterrey (Campus Estado de México), en la Universidad Iberoamericana (Cd. de México). Doctora en Ciencias Sociales y Políticas (Universidad Iberoamericana).