A mí me encanta el feminismo de hoy.
Con todo y sus excesos, es un feminismo vivo, divertido, militante, plural, democrático e incluyente de los varones con conciencia de que el género es una construcción social.
Sí. Lo digo consciente de los distintos momentos en que me he reivindicado como orgullosa integrante de ese movimiento.
Porque hoy la solemnidad de los alguna vez indispensables colectivos de estudios de género, tan selectos como sectarios, ha quedado atrás como único referente para entender la importancia del feminismo.
Hoy tenemos con nosotras la plenitud artística de Madonna y su video para conmemorar la efeméride del Día Internacional de la Mujer en marzo.
Pero junto a la madurez del icono de la música pop está Emma Watson, la nueva Bella, la embajadora de buena voluntad de la ONU para la plataforma HeforShe.
Y al reivindicarse feminista, Emma Watson se hace cargo del mundo desigual que le ha tocado vivir y de su situación de privilegio, mientras millones de mujeres en el mundo padecen el sometimiento del patriarcado, la mutilación genital, el analfabetismo y la negación de su libre albedrío.
Pero la niña brillante de Harry Potter, referente del feminismo de las nuevas generaciones, ha desafiado a las nuestras defendiendo el derecho a mostrar su cuerpo.
“¿Que no puedo ser feminista y tener bubis?”, increpó Emma Watson, recientemente, después de ser criticada por posar cual diva de Playboy.
Porque de eso se trata el feminismo, de tomar el camino que cada una decida para sí misma bajo el entendido de que, por siglos, las mujeres fuimos confinadas a la esfera de la reproducción doméstica y que esta carga cultural e histórica sigue expresándose en nuestra vida cotidiana.
Por eso el feminismo de hoy me parece tan vivo, porque las explicaciones antes académicas, de culto, de unas cuantas, hoy son ocupación de las celebridades.
Así fue el 22 de enero, en la marcha de las mujeres alrededor del Capitolio, dos días después de la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca.
Entonces, entre las miles que ventilaron su rechazo a las expresiones misóginas del gobernante, destacaron los pronunciamientos de Madonna, de la cantante Alicia Keys, y de las actrices Scarlett Johanson, Ashley Judd y América Ferrera.
Esta nueva ola del feminismo con activistas globales, famosas, bellas y exitosas es causa y consecuencia de la masificación que actualmente tienen las banderas de la equidad y en contra de la violencia sexual.
De ahí la fuerza y la virulencia de las respuestas colectivas hacia cualquier discurso que pretenda considerar como normal o tolerable el abuso hacia las mujeres.
“¡Ay, pero qué tanto es tantito!”, parecen decir con tono de queja los varones acostumbrados por años a los chistes misóginos de los que, es cierto y sin duda, también las mujeres nos hemos reído.
Pero hoy la visibilización del patriarcado, como resultado cultural de unas relaciones de poder que justifican el sometimiento de las mujeres, hace que voces de todos los signos y clases sociales condenen, moralmente hablando, igual a un juez que a un académico de la UNAM que exoneran a violadores.
Y eso es lo que a mí me encanta de este feminismo vivo. Porque todavía recuerdo la primera vez que supe de qué se trataba ese movimiento que había dado paso a una Conferencia Mundial. Y las protagonistas era una minoría “de locas”.
En el Colegio de Ciencias y Humanidades, plantel Sur, declamaba los poemas de Rosario Castellanos como la versión más mexicana y poética del amor que debemos tenernos a nosotras mismas para hacernos discípulas de Simone de Beauvoir.
Ya en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, leímos La mujer rota y entendimos que el feminismo era parte fundamental del pensamiento transformador contemporáneo.
Para mi fortuna, como periodista, nunca me he separado de la agenda feminista. Y he sido testigo de primera fila de los avances enormes que tenemos, aun cuando los pendientes son tantos y profundos.
Estoy consciente del radicalismo que caracterizó al movimiento en los años 90 y la primera década de este milenio.
Y pienso, a partir de observaciones desde mi condición de observadora, que esa tendencia se vinculó con el liderazgo que el movimiento lésbico tuvo a nivel mundial en Naciones Unidas y organizaciones sociales.
Creo que se trató de un radicalismo necesario para ponerle un “hasta aquí” a tantos siglos de doble opresión hacia la humanidad gay.
También sostengo que la defensa del Estado laico es vital para garantizar el derecho de las mujeres a ejercer libremente su cuerpo y decidir sobre la reproducción. Y que si algo le debemos en México al PRD es haber impulsado con valentía la despenalización del aborto.
Y me encanta haber atestiguado intensamente cada una de esas coyunturas y ver que ahora parecen tan lejanas porque las jóvenes dan por descontada la autodeterminación.
Por supuesto que respeto y lloro de emoción cuando una mujer decide que la felicidad está en la crianza de sus hijos, después de haber decidido libremente ese camino.
Claro que asumo que el derecho a la fe y a la religión es tan sagrado como las libertades democráticas.
Pero en Semana Santa, cuando escucho los 10 mandamientos, y oigo ese de “no desearás a la mujer de tu prójimo”, tomo en serio mi condición de feminista frente a un patriarcado ancestral que resume en ese dogma la pretensión de que somos propiedad de alguien.
Y es entonces que le subo el volumen a Madonna y adoro a las muchachas que hablan de poliamor y del derecho al orgasmo y de maternidad voluntaria.
Porque este feminismo masificado no sólo lleva al banquillo de los acusados a los misóginos de clóset, sino que también exalta la libertad de las mujeres a construir su historia y a ejercer sus deseos.