Prejuicios, ya sean diversificados y plurales, pero siempre asfixiantes.
Llegado el mes de marzo, necesitamos reflexionar deliberada e intensamente sobre la condición de las mujeres y nuestros retos de equidad.
La agenda de los pendientes es amplia. Pero esta vez me apuran de sobre manera los prejuicios instalados en nuestras valoraciones cotidianas.
Prejuicios acerca del presunto deber ser de las mujeres. Prejuicios diversificados y plurales pero siempre asfixiantes.
Porque al final de cuentas, el ejercicio de esos prejuicios constituye una ideología dominante que pretende condicionar nuestras vidas.
Y en un país de castas, sí, de segmentación social polarizada, los modelos del deber ser se manifiestan diferentes e incluso contradictorios.
Pero todos activados bajo el mecanismo del control intangible de las valoraciones que determinan “el éxito” o “el fracaso” de ser mujer.
Descifrar, desenmascarar, rechazar, relativizar y redimensionar esas valoraciones impuestas es una tarea a la que llama el feminismo, que no es más que la visión crítica de una sociedad donde imperan los juicios y los prejuicios de los varones.
Me refiero a esos roles diversificados que van desde la maternidad abnegada hasta el sacrificio por el brillo profesional.
Sí, me refiero a esos modelos del deber ser que pretenden seguir dictándonos desde los estereotipos cuándo o cómo podemos considerarnos felices, realizadas y, peor aún, aceptadas.
Por eso creo que la siempre celebrable y oportuna efeméride del Día Internacional de la Mujer, el próximo día 8, y todo el mes de marzo, deben convertirse en una entusiasta y libre plataforma para desmontar esos velos culturales.
Tenemos que aprender a detectar en nuestra vida cotidiana todos los prejuicios machistas en los que incurrimos.
Por fortuna, las jóvenes mexicanas universitarias cuentan ya con una liberación cultural que trasciende a las de mi generación, aun cuando caigan en situaciones que para nosotras podrían considerarse un exceso.
De entrada, cada vez son más amplias las comunidades donde las mujeres son dueñas de su cuerpo y de su sexualidad, en tanto la viven y la disfrutan al margen de los prejuicios que todavía atormentan a los extremos de la pirámide social: los marginados y las élites.
Paradójica y contradictoriamente, tanto en los sectores de pobreza como de opulencia la moral conservadora oprime a las mujeres al condenarlas a la reproducción no elegida.
En el caso de las mexicanas en situación de rezago, la fecundidad como destino sigue alimentando el círculo perverso de la marginación. Ahí no hay maternidad elegida.
Mientras que en las élites impera la doble moral, por supuesto que por la vía de los hechos sí se regula la reproducción, pero la ideología dominante continúa exaltando a la mujer por sus tareas domésticas, incluyendo la de la crianza de los hijos como prioridad.
El hecho de que en la punta de la pirámide predominen los valores medievales de las mujeres como propiedad tiene efectos en el resto de la estructura social.
Porque si ahí donde se construye la ideología dominante persiste el valor de lo femenino vinculado a la belleza, la fecundidad y al poder masculino, entonces la batalla por subvertir el orden patriarcal se torna casi imposible.
No es gratuito que en las clases medias, las mujeres profesionales, independientes, autónomas, con poder económico, canalicen sus energías emocionales, físicas y materiales en la apariencia y en la inútil carrera contra el tiempo y el envejecimiento.
Aun cuando se declaren libres del sometimiento machista y sean jefas de familia y propietarias de patrimonio y su futuro, las mexicanas afrontan ahora nuevos estereotipos que las constriñen: desde la dictadura del botox hasta el cuestionamiento de sus nuevas formas de hacer familia.
De ahí la importancia de desaprender el lenguaje del prejuicio, ese que se nos escapa cuando preguntamos: ¿Vives sola o estás casada? ¿Cuándo te embarazas? ¡Se me hace que eres muy exigente! ¡Hazlo por los niños! ¿Y por qué no te arreglas? Deberías bajar esos kilos… Y qué tal si te operas esas arrugas…