“Fui una perrita Cocker, color miel, de grandes orejas y ojos soñadores”.
¡Por fin! Después de cuatro meses, observé cómo mi mamá humana tomaba mi correa para sujetarla de mi collar. Sin duda me llevaría a pasear como lo hacía cuando era cachorra y me llenaba de besos y caricias. Caminábamos felices todas las mañanas por el parque cercano a mi casa y orgullosa me presumía con sus amigas. ¡Está hermosa tu perrita!, le decían mientras me alzaba entre sus brazos presentándome: “Se llama Camila, es muy limpia y obediente, es mi hija y la adoro”.
Algunas veces me acercaba al espejo y me decía “conócete”, esa niña de orejas grandes y pecas en la nariz, eres tú. ¡Sí que era bonita! Me sentía dichosa de tener una familia que me alimentaba y dejaba quedarme a dormir en su recámara. Nunca ladré por las noches para que mis papás durmieran sin sobresaltos, era la primera en despertar y corría al lado de mi mamá para darle muchos besos en espera de mi comida.
Empecé a crecer. Creo que no les gustó porque discutían entre los dos por mi culpa. Ninguno tenía tiempo para sacarme al parque; las caricias desaparecieron y mi camita fue puesta abajo de las escaleras para que durmiera por las noches. No entendía por qué el cambio si me portaba bien, jamás mordí las pantuflas de mi papá ni los muebles de mi mamá. Esperaba pacientemente y sin quejarme para que me dieran de comer… pero eso también era motivo de pleito. ¡Creció mucho, ahora come más!
Yo no quería que pelearan por mí. Me paraba de patitas cerca de ellos para moverles la colita y decirles que no se preocuparan, que podía aguantar sin comer, pero ellos ya no querían verme por lo que mi cama fue llevada al traspatio donde permanecí muchos días entre el frío, la lluvia y el calor.
Cuatro meses después, por fin mi mamá tomaba mi correa para salir juntas al parque, ya se le había pasado su enojo porque crecí más de lo que ellos esperaban. Me senté en dos patas y la miré fijamente sin resentimiento, lo importante es que volvería a ser la “princesa” de la casa, como me decían cuando tenía dos meses de edad.
En silencio me subió a su coche y ladré diciéndole que me gustaba más caminar a su lado pero no me hizo caso. Al contrario, me regañó gritándome para que me callara. Obedecí agachando mi cabeza sobre el asiento, quizá mi mamá me llevaría a un parque más lejano; ¡sí, eso tenía que ser! Respiré profundamente y me quedé dormida.
Abrí los ojos cuando sentí el aire sobre mi cara; el coche se había detenido.
–Bájate, Camila, ya llegamos– me dijo mi mamá jalándome de la correa.
No era un parque lo que estaba frente a mí, era una casona vieja y lúgubre que me sobrecogió el corazón. Entramos juntas a ese lugar donde había hombres y mujeres con batas blancas que iban y venían de un lado a otro sin expresión en sus caras. “Vengo a donarla”, escuché que le dijo mi mamá a un señor que sujetó bruscamente mi correa lastimando mi cuello. ¡Donarme! ¿Qué significaba eso?
Sentí una angustia terrible; miré a mi mamá esperando que me dijera qué pasaba pero ella ya no me miraba, firmaba unos papeles que entregó y de inmediato se marchó dejándome ahí, en esa casona que más tarde me enteré que se llamaba antirrábico.
Esta vez no ladré, lo que hice fue aullar con la esperanza de que regresara mi mamá por mí. Violentamente fui arrastrada hacia un patio donde estaban muchos animales como yo, sólo que la mayoría se veían sucios, flacos y tristes.
En cuestión de segundos, terminé igual que ellos: en una jaula acompañada de otros cuatro animales que permanecían inmóviles, con un temblor incontrolable en sus cuerpos. Aún no veía lo que ellos ya sabían. Pasé la tarde y noche encerrada esperando que mi mamá viniera por mí pero al llegar la mañana comprendí que me había abandonado en ese lugar y no sabía por qué.
Aterrada, vi cómo una de las crujías era abierta bruscamente por unas manos escondidas detrás de unos gruesos guantes. El aullido de un perro nos sobrecogió el alma, sabíamos que íbamos a morir de la misma forma en que lo estaba haciendo nuestro compañero de raza: electrocutado. Miramos angustiados a través de las rejas de nuestras celdas cómo lo mojaban y colocaban sobre su ano y lengua unas pinzas mientras era inmovilizado para recibir una descarga eléctrica.
¡Dios, que alguien nos ayude! ¡No nos dejen morir así!
Percibimos el olor a quemado de su piel; su cuerpo se convulsionaba bajo la orden de una voz que decía: “checa si ese perro ya está muerto, si no para aventarle otra descarga”. El aullido que nos estremeció se convirtió en un leve quejido todavía estaba vivo. ¡Paren! ¡No le hagan más daño! ¡Es sólo un perro igual que nosotros!
Las crujías del antirrábico estaban llenas. Había cachorros con sus madres que protegían a sus hijos cubriéndolos con sus cuerpos. Perros ancianos, jóvenes y adultos con la misma sentencia: morir electrocutados.
Miré por los barrotes, tal vez aparecería mi mamá en ese momento y me sacaría de ahí. ¡No regresó!
En unos instantes, esas mismas manos que abrieron la primera jaula me tomaron por el cuello jalándome hacia ese rincón donde mojaron mi cuerpo, colocaron las pinzas en mi lengua y ano y en seguida sentí cómo algo me quemaba por dentro. Me convulsioné y tirada sobre el húmedo piso, mi último pensamiento fue para mi mamá. No sé qué hice mal pero mis ocho meses de edad a su lado fueron de entregarle amor, lealtad y confianza.
Quizá mi grito de ayuda, de piedad, de misericordia no sea aún tardío para muchos perros y gatos que ingresan a los antirrábicos todos los días, a través de donación o captura.
Morí un 26 de marzo en un antirrábico del Estado de México. Fui una perrita Cocker, color miel, de grandes orejas y ojos soñadores.
Camila, como muchos otros perros y perras que son donados voluntariamente, no tuvo la oportunidad de ser salvada por la Fundación Ángeles Abandonados, porque su familia no sólo firmó su muerte, sino que pagó una cuota para que la sacrificaran.
Esta historia pretende remover conciencias para que quienes adquieren un animalito se responsabilicen totalmente de él durante los años que éste viva de manera natural, pero también para que las autoridades dejen de enturbiar la entrega de perros y, sobre todo, se erradique de manera definitiva la electrocución en todo el país.
Por Camila y por miles y miles que han muerto, seguiremos adelante hasta que en todos los estados de la República se les reconozca como seres sintientes a quienes se les debe respetar su integridad y vida.
Elena Chávez. Estudió periodismo en la escuela “Carlos Septién García”. Ha escrito los libros “Ángeles Abandonados” y “Elisa, el diagnóstico final”. Reportera en diversos diarios como Excélsior, Ovaciones, UnomásUno; cubrió diferentes fuentes de información. Servidora Pública en el Gobierno del Distrito Federal y actualmente Diputada Constituyente externa por el PRD.