“Me sientan bien los códigos de conducta que se manejan en los panteones”.
Todos deberíamos vivir en los panteones. Caminar por entre tumbas, flores, pasto y sobre todo, en medio de ese silencio, sí, un silencio sepulcral. Sólo el viento sopla a veces, casi se mete a fuerza al fondo de los pulmones, los llena y se lleva con él cualquier lamento o dolencia.
Me sientan bien los códigos de conducta que se manejan en estos lugares. La gente calla a tu paso. Se limita a ofrecer miradas cálidas como abrazos y sonrisas comprensivas. Nadie cuestiona, nadie espera nada de ti, sólo procuran que estés tranquila, en paz, como todos los que ahí yacen.
Senderos franqueados por árboles enormes invitan al recorrido. Descanso un poco la vista de tan perfecto camino sobre las placas de algunas sepulturas. Calculo edades. Compruebo un poco aburrida, o quizá desilusionada, que el promedio de vida de la humanidad se ha elevado. ¿Qué se hace aquí tanto tiempo? A mí ya se me agotaron los planes y apenas voy a la mitad de los años que algunos de ellos pasaron en este mundo. Sin embargo, me sorprendo angustiada cuando, en la resta de fechas, el número no pasa los dos dígitos. Imagino historias terribles, fatales. Una esperanza de vida menos y andamos tan escasos. Recordatorio cruel de que nada es eterno. Ya lo sabemos, no necesitamos estas muestras.
Una morbosa curiosidad me asalta. ¿Cuál fue el motivo? A esa edad no pueden ser causas “naturales” las que provoquen el deceso, aunque de inmediato corrijo el razonamiento: lamento informarme que cada vez es más frecuente, al punto de casi ser “normal”, el descuido que abre paso al accidente o a la desolación y la violencia que a la corta o a la larga, matan. Yo misma no me concibo sin este “toque” de cólera permanente, sin esta tensión dispuesta a estallar a la menor provocación, sin esta nostalgia de una vida que nunca tuve y que nunca conocí en otros, pero que anhelo como si siempre hubiera estado ahí.
El sepulturero que prepara la siguiente tumba a unos metros de donde me encuentro, me sonríe amable. Correspondo y de pronto recuerdo que aquí estamos todos en “son de paz” y la angustia que sentía un minuto antes se desvanece. Sí, deberíamos vivir en un panteón. Apenas entramos en él, se impone un ambiente de respeto, de solidaridad, casi de amistad. Estoy conmovida al punto de las lágrimas.
–¿Necesita usted algo señora?– acude presurosa y preocupada la encargada del lugar en mi auxilio. Poco falta para que me abrace con firmeza, no titubea en el intento, pero me controlo a tiempo y agradezco profundamente la intención de brindarme apoyo. Cómo me hubiera gustado que esta señorita hubiera estado ahí a un lado cuando dijiste adiós y cerraste la puerta para siempre; o cuando en mi casa lloré amargamente de pura desesperación de ver mi vida vacía caminando hacia nada; ¡ay señorita!, cuánta falta me ha hecho. Pero al menos ya la conocí, sé que existe aquí en este lugar que me parece cada vez más hermoso, más cálido.
Reanudo la caminata ya en franca alegría. Rodeo cruces, regreso al centro. Mi piel se eriza al escuchar sollozos lejanos. Uno más que se va. Me acerco y uno al cortejo en silencio. Sí, despidámoslo juntos, lloremos porque están a punto de cerrar el panteón y seremos arrojados de nuevo a la calle, a la muerte. Y aunque sé que volveré para no irme nunca más, ahora no hay consuelo para este duelo impuesto que parece eterno.