Mi amiga masajista dice que el colágeno se produce con el placer.
Eran tiempos de guerra y él no se daba cuenta. Ya sabes, de esas veces que sientes que la muerte te ronda. Yo no soy mala, pero estaba tan aburrida.
Me lo sé de memoria. Espera en la cama. Me acuesto y le doy la espalda. Finjo que duermo aunque tengo los ojos más abiertos que un búho. Toca el seno derecho que es el que está “a la mano”. Es la señal. Deseo con toda el alma que en esta ocasión sí experimentemos, nos divirtamos, volvamos a descubrirnos.
No. Observa el reloj. Tenemos diez minutos. Imposible robarle unos segundos a su preciado sueño porque, dice, lo mantiene saludable, aunque yo lo veo cada vez más marchito. Intento que con sensualidad y pasión olvidemos el tedio cotidiano o, al menos, recuperemos el colágeno que mi amiga la masajista dice que se produce con el placer.
Permito que se acerque y huyo risueña invitándolo al juego, pero sus ojos cuentan: ocho minutos, siete… Me sujeta con fuerza y detiene el movimiento. Estoy alterando el orden. Reinicia la rutina. Acaricia mi cara mecánicamente con la mano izquierda. Mira de nuevo la hora y decide andarse sin rodeos.
Fuerza la entrada. Yo me siento más seca que un pedazo de cecina refrigerada y prefiero imaginarme como un mar infinito, de suave oleaje… Abro los ojos. Ahora yo soy el reloj: cuatro, tres, dos… Siempre tan puntual. Bosteza. Recibo un beso que premia mi docilidad y apaga la luz justo cuando empiezo a encenderme.
La verdad es que me veía muy bien. Me puse una blusa sexy pero con tantos botones que parecía sotana y un pantalón que tenía un cierre sorpresa, de esos que desesperan cuando uno cree que ya se deshizo de todos los obstáculos.
La estrategia no funcionó. En vez de aprovechar a besos y mordidas el recorrido propuesto por la moda o rebelarse contra ella y desgarrarla, le dio flojera. ¿Tú crees lo que me dijo? “¡Ay!, ¿quítate eso, no?”.
No me desanimé. Por el contrario, le puse sabor a la oferta y hasta me sorprendí de lo que hice. Yo creo que el espíritu de Tongolele se apoderó de mí porque me moví como rumbera de la época de los cuarentas, en salón de lujo y toda la cosa. ¡Cómo lo gocé! Igual que él, que ya no sabía cómo sentarse. Cruzaba y abría las piernas y no encontraba en dónde poner las manos, ¡hazme el favor! Feliz de que me acompañara en ese desborde, sentí que lo quería más que nunca.
De pronto se puso pálido y supe que no estábamos solos. Sus ojos reflejaban miedo. Quizá descubrió de golpe que esa mujer que lo veía con ternura, era la misma encuerada a la que nada más le faltaba el tubo –y mira que sí busqué, porque el chiste era el número completo, pero ya ves que en la casa no hay nada que estorbe–, para convertirse en “teibolera” profesional y que lo había arrastrado en remolino hasta un punto antes del estallido.
Fíjate en el argumento que me dio: si cedía, nuestra relación “perdería seriedad, respeto e interés”, ¡cuando más interesante estaba! Si lo que más añoro es la carcajada, su risa solidaria, la complicidad, nuestras únicas armas en contra de ella, nuestra eterna adversaria, la muerte.
Sin más, me encontré de pronto envuelta en un sarape, para que no me diera frío, aunque todavía sudaba del tremendo baile que me aventé. Me apretó contra su pecho, angustiado, como rogando a nuestra enemiga que tuviera piedad y olvidara el intento de rebelión.
Luego me perdonó y con voz melosa sugirió que tuviéramos un bebé, porque ando muy inquieta.
Perdí el primer enfrentamiento.
Nos distanciamos. Evitábamos vernos pero nos pedíamos el azúcar “por favor” y acompañábamos los escasos diálogos con risitas nerviosas. Después, a dormir. Aunque en mi caso, primero observaba varios minutos el hilo de baba que salía de la comisura de su boca entreabierta. Caía lentamente en la funda de la almohada. Miraba aterrada a ese simulacro de muerto respirando cada vez más fuerte hasta que el sonido se convertía en un ronquido expansivo que llenaba el cuarto como olla de presión. Antes de que voláramos en pedazos, movía su cuerpo y regresaba el silencio como una cobija vieja y pesada, muy pesada.
Nadie nos rescataría. Regresamos a la rutina habitual. Caricias desganadas, sonrisas compasivas, lástima, silencio, bostezo, me enciendo y me pierdo en un túnel que se oscurece.
Estaba tan aburrida que ni cuenta me di de que entró, desesperado, como queriendo partirme a la mitad. Apretó los párpados con fuerza, jadeó buscando en el lugar equivocado. Su terquedad me lastimaba y ¿qué crees?, era mi dolor lo que lo encendía, no mi placer. Si seré bruta. Entonces escuché a lo lejos, muy bajito, la carcajada de ella.
Decidí darle la última batalla. Yo no quería morir. Tenía pocos minutos antes de que la tristeza me invadiera para siempre. Miré el reloj. El ataque había iniciado veinte minutos atrás. La hora ya era lo de menos, así que esperé paciente. No tenía nada que perder. Exhausto, abrió los ojos al minuto treinta y en lugar de encontrar a su compañera fiel, vio a su enemiga.
Mis dedos, que antes deseaban recorrerlo, se detuvieron en su garganta. Se hundían más y más. Lo miré con ternura, era mi pareja; ocho, siete; cada vez más hondo, me miró con terror; seis, cinco…
No me vencería, yo amaba la vida. Lo solté de pronto, justo a tiempo. Creo que fue la primera vez que respiró profundo y hasta le volvió el color a las mejillas. ¡Ni me acordaba de lo guapo que era! Pero, ya ves, me acusó de intento de homicidio, ¡caray!, ¡si ya estaba muerto!
Diana Teresa Pérez. Impulsiva, incoherente, terca, insomne. Recuerda que nació en el antes DF, hoy Ciudad de México (aunque siempre está perdida). Cree que la comunicación es fundamental para crear, recrear y dejar testimonio del paso del ser humano en este mundo. Ha trabajado para los periódicos Crónica y Excélsior y para la revista Expansión. Ha publicado varios cuentos en revistas y antologías literarias. Actualmente imparte talleres de escritura autobiográfica. *Ilustración: Chepe.