La afasia es un trastorno del lenguaje que impide a las personas comunicarse.
Sara miró por la ventana. Se perdía en ese paisaje medio árido, de un verde seco y algunos edificios blancos, contrastando con el intenso azul del cielo. Ni una sola nube.
—¿Quieres que te repita la pregunta?
Seguro alguien en la clase respondería. De cualquier manera, aunque comprendía ese idioma extraño, no podía comunicarse. La verdad es que no podía hacerlo en ningún idioma.
—Sara, ¿tienes algún comentario?—insistió la maestra ya con un dejo de desesperación. Para esa alumna eran un reto constante sus habilidades didácticas ¿Cómo había logrado colarse hasta ese nivel de licenciatura sin saber hablar? Recurrió a todos los métodos: trabajos individuales, que no entregaba; trabajo en equipo… los compañeros la aceptaban incómodos; la forzó a exponer frente a todos, y justo ese día se enfermaba. En fin, respiró profundo y esperó la respuesta.
Sara también respiró profundo. Las manos le sudaron, emitió apenas unos chasquidos producidos por el contacto de su lengua seca con el paladar. El cerebro trabajando a mil por hora.
—Esteee, mmm, perdón, es que, sí, claro, ehh, ¿cómo se dice? Y movía los dedos de las manos como queriendo recuperar las palabras que dieran forma a la idea que en realidad no tenía
—¿Lo puedo decir en español?
—No.
Los compañeros, aburridos, comenzaron a aventurar respuestas. Sara respiró aliviada. Se acomodó de nuevo en la banca, casi feliz de haberse quitado ese peso de encima.
Durante el descanso se aproximó al grupito de compañeros que hablaban de los videojuegos, su tema preferido.
No le importó que la miraran con hastío. De inmediato, inició una disertación sobre el origen filosófico y científico en el que se basaba la construcción de esa forma de entretenimiento. Ni cuenta se dio de que, uno a uno, la dejaron hablando sola. Ya sin interlocutores, regresó a su banca a mirar por la ventana. Los ojos fijos en el verde opaco del campo, casi muerto pero aún regalando una ilusión de vida. De pronto los vio: unos destellos, lucecitas a lo lejos. Sonrió.
“Oh, dioses, ahí viene de nuevo”, pensó con alegre resignación. Ese cruce de conexiones en su cabeza moviendo su cuerpo, hasta la lengua. Recordó al doctor. “No se mueva. Pasará en unos minutos. Si puede, recuéstese de lado”. Se hizo pipí.
“Sara, eres la peor de la clase, tienes que esforzarte o te daremos de baja”, no sabía por qué se acordaba en ese momento de lo dicho por la directora apenas unos días antes.
Por fortuna, no había nadie en el salón. Limpió lo que pudo con su chamarra. Observó su panza, redonda de tanto intentar aquietar la ansiedad. Paso las manos por su cara empapada llena de granos todavía adolescentes, se acomodó el cabello grasiento de días de haberse bañado sin ayuda. Los ojos le ardían como ese cielo espantosamente brillante que poco a poco mataba el verde terrestre.
“No”, se dijo de pronto, volteando hacia todas direcciones en el salón vacío. “Este no es mi lugar”. Tomó su mochila, se puso en pie y salió del aula.
—Y, ¿Sara? —preguntaron los muchachos al término del descanso.
—¡Allá va!—dijo una de las compañeras, señalando hacia el campo seco y oscurecido por las nubes que empezaron a cubrir el azul intenso—Se va a empapar.
—Déjenla, está loca.
Nadie la volvió a ver.
Al día siguiente, el empleado de limpieza miró al techo y no encontró la gotera. La víspera había caído un aguacero histórico en la ciudad. Pero las ventanas estaban cerradas. Era raro. ¿Cómo pudo haberse formado un charco de agua limpia al pie de la banca de la señorita Sara?
Diana Teresa Pérez
Impulsiva, incoherente, terca, insomne. Recuerda que nació en el antes DF, hoy Ciudad de México (aunque siempre está perdida). Cree que la comunicación es fundamental para crear, recrear y dejar testimonio del paso del ser humano en este mundo. Ha trabajado para los periódicos Crónica y Excélsior y para la revista Expansión. Ha publicado varios cuentos en revistas y antologías literarias. Actualmente imparte talleres de escritura autobiográfica.
*Ilustración de la nota por: Chepe