Cuando la vista falta, el oído se convierte en un espectáculo de la imaginación.
Rosy es una mujer con una mirada profunda y algunas veces enigmática. Parece escudriñar con los ojos todo lo que pasa frente a ella. Hay quienes temen ser examinados por su vista y también los que dicen que tiene “mucho de ternura y amabilidad al mirar”.
A los 12 años se sometió a una operación poco común a principios de los años 70. Tenía estrabismo en ambos ojos y está de más contar el vía crucis que fue su infancia, acosada por la burla y la poca misericordia que tienen los niños para todo aquel que sea distinto a ellos.
La cirugía fue todo un éxito, pero tenía sus inconvenientes. En aquellos tiempos no era frecuente éste tipo de procedimientos y los resultados no siempre eran favorables. México hoy día cuenta con los mejores estrabólogos del mundo. Había que ser pacientes y esperar.
La convalecencia consistía en conservar las vendas cubriendo los ojos y evitar movimientos bruscos y/o caídas. Serían fatales.
Madre y padre llevaban a la pequeña al baño, a comer, a acostarse, le ayudaban prácticamente como si fuese invidente.
Una semana después, ¡cayeron las vendas! Pero esta vez, por ningún motivo podía recibir la luz directa en sus infantiles e inocentes ojos. Su cuarto fue cubierto por gruesas cortinas que impedían cualquier paso de luz exterior y la niña pasaba largas horas encerrada en esa, su nueva prisión. Serían 2 meses de oscuridad.
La madre un día encendió un radio en el viejo buró y la pequeña sintió un golpe de alegría en el corazón. Ya no estaría sola. Ahora tenía algo que la iba a entretener.
Desde la mañana comenzaba con los noticieros, las radionovelas, los anuncios de los que ya sabía la tonadita de cada uno y se divertía adivinándolos. Escuchó historias de un hombre que tenía un ojo de vidrio y otro que usaba un turbante y no perdía nunca la serenidad ni la paciencia.
Gracias a ese radio, su imaginación volaba y se recostaba en la cama a soñar con esos viajes largos y llenos de aventuras. No hacía falta cerrar los ojos. No había más luz que la que ella misma imaginaba.
Cuando la dieron de alta, descubrió que ahora tenía unos grandes y hermosos ojos que nunca más iban a bajar la mirada apenados. Ahora tenía la dicha de volver a ver, pero no vería las cosas de la misma manera a como las vemos los demás.
Gracias a su radio, su imaginación despertó y desde entonces se volvió adicta a la lectura; en soledad, en su cuarto. Ahí donde sería su refugio por siempre.
Su biblioteca crece y crece y devora a los clásicos, a los desconocidos, a los irreverentes, a los inadvertidos. Ella escoge a sus autores y a todos les concede la misma importancia.
Ha sido princesa en castillos en llamas, reina de lugares lejanos y ha ganado batallas convertida en amazona; ha amado a muchos hombres que llegan en barcos y que pelean con dragones, con soldados, con enemigos de guerras interminables y ha visto cómo los hombres no cambian con el tiempo, sólo cambia el lugar y el momento.
En esos libros ha buscado verdades y ha cambiado mundos. Ha ido desde el “Éxodo” de Leon Uris hasta las novelas de Bárbara Cartland y ha vuelto a Marx mientras recuerda algo de Vargas Dulché o de Rosario Castellanos. Su hambre de leer no discrimina a ninguno.
Muchos dirían que es introvertida, pero no, es más bien introspectiva. Ella ve con los ojos del alma. Sólo basta con observarla cuando cierra profundamente los ojos y se transporta. Se eleva. Se goza. Se vuelve sueño y camino. Se llena de luces, esas que escasearon en su obligado encierro donde su único compañero era un viejo radio en un cuarto sin luz.
Luz que ha recuperado y que todos los días agradece.
Aún ahora, en su habitación no hay una televisión como en casi todos los cuartos de una casa “normal”.
Cuando se encierra, sólo queda el silencio y se puede escuchar desde la puerta cómo cambia de página y la luz de su buró queda encendida hasta altas horas de la madrugada.
Rosy viaja todas las noches con sus libros, y aunque no esté leyendo, sólo necesita cerrar los ojos, y ya está: A volar y a disfrutar.
Siempre la recuerdo como la niña que se enamoró de un radio.
Raúl Piña es egresado de Ciencias de la Comunicación (UNAM). Extrovertido, el mejor contador de chistes y amante de las conversaciones largas. Fiel a su familia, de la que adopta honor, valor y mucho corazón. Vive en Toronto, Canadá, desde hace 20 años, pero sus raíces sin duda son 100% mexicanas. Escribe como le nace y como dijo Ana Karenina: “Ha tratado de vivir su vida sin herir a nadie”.