En pocos estados del país se celebran bodas homosexuales.
Alguna vez, siendo niña, me pregunté: ¿las bodas siempre son entre hombres y mujeres? Recuerdo la respuesta temblorosa y tajante: Sí. Mi mente infantil, aún no sujeta a prejuicios ni empapada de reglas morales, volvió a inquirir: ¿por qué? Me parecía imposible, a mis 5 años, que a nadie se le hubiera ocurrido hacer otra combinación. Recuerdo que por respuesta obtuve un “porque sí“ y la típica pregunta que se formulaban mis padres cuando empezaba con mis cavilaciones: “¿qué está leyendo ahora esta niña?, que no vaya a repetir eso en el colegio ni en la iglesia”.
Este recuerdo aún me causa gracia, en parte por motivos obvios: me tomaría un par de años más darme cuenta de que había más combinaciones que la de una pareja convencional. Y a esto se sumó la reacción de unos padres con visión liberal, que habiendo promovido ese pensamiento en sus hijos, tenían que mantener el discurso conservador, alineado a la visión de lo moralmente aceptado.
Pero hay una parte en la que mis padres no se equivocaban. Efectivamente, al día de hoy, no hay más bodas que las de las parejas heterosexuales. A menos, claro, que vivas en la Ciudad de México o en alguno de los pocos estados que han legislado en matrimonio igualitario, o tramites un amparo o recurras a mil situaciones y vericuetos jurídicos para formar una unión homosexual con valor legal. Es una situación que contradice el espíritu de la Constitución Política, que en su primer artículo enuncia: “En los Estados Unidos Mexicanos todas las personas gozarán de los derechos humanos reconocidos en esta Constitución y en los tratados internacionales de los que el Estado Mexicano sea parte, así como de las garantías para su protección, cuyo ejercicio no podrá restringirse ni suspenderse”. Todas, sin distinción de credo ni preferencias sexuales.
Y, mientras, la sociedad mexicana se divide entre los que apoyan la iniciativa presidencial para los matrimonios igualitarios y los que enarbolan la protección a la institución tradicional. Al parecer no nos ha caído el veinte de que es la diferencia entre lo legal y lo moral la que permite que coexistamos de manera pacífica aquellos que decidimos profesar un credo y los que no.
El problema es que no hemos entendido que no es una cuestión moral la que está en juego, sino la seguridad que otorga lo enunciado por el artículo 40 constitucional, de ser una “república representativa, democrática, laica y federal”, la que nos da la tranquilidad de poder llevar una vida de libertades y derechos, aunque otros las consideren inmorales.
En redes sociales me llamó la atención un tuit de Fernando Belaunzarán, político de izquierda, que resumía de forma precisa la tesis central de esta lucha por los derechos: que las iglesias pongan sus condiciones para el matrimonio religioso, pero el matrimonio civil debe regirse por principios del Estado laico.
Lo que se está definiendo no es meramente una posición sobre la homosexualidad, sino que hay un factor más: la capacidad de decidir de cada uno de nosotros, de optar por uno u otro código moral sin vernos limitados por leyes o amenazados por restricciones en nuestras vidas personales que no le corresponden al Estado ni a ningún otro decidir, sino al interesado mismo.
Desgraciadamente, nuestros legisladores, quienes deberían de estar conscientes y asumir responsabilidad por ello, han declarado que la iniciativa del matrimonio igualitatio no es agenda prioritaria. Pregunta interesante para ellos sería conocer cuál sí lo es. Se les olvida que no existe una moral oficial y que deben velar por la neutralidad.
Si bien los opositores al matrimonio igualitario están en su derecho de plantear sus argumentos y de que éstos sean escuchados y debatidos con atención y respeto, es necesario insistir en que el centro del debate no está en la moral, sino en la reivindicación de derechos que hagan cumplir en la realidad cotidiana una garantía constitucional.
Es hoy cuando el Estado, a través de sus instituciones y actores políticos, debe tender lazos con la ciudadanía y generar compromisos de acción más allá del clima político. Estamos frente al reto de renovar nuestro imaginario gastado y entender que no estamos frente a una lucha donde el vencedor sea aquel que logre imponer su visión, sino que, a pesar de no estar en acuerdo, propicie escenarios para el ejercicio de derechos en plena libertad y en un contexto de tolerancia.
Un escenario en el que todos tengan la posibilidad de hacer lo que quieran con su libertad y no actuar con una moral impuesta por terceros. Donde el límite sea la afectación a otros. Ya que, como enunció Adolfo Suárez: “la libertad solamente es concebible si existen condiciones justas de vida para todos”.