Nunca respiró por la herida.
En la redacción del periódico Reforma se hizo un silencio total. Los colegas se pararon de sus escritorios para seguir el paso de la visitante. Y no faltó el emocionado que silbara lo que otros estaban pensando: “¡Mamacita!”.
Era la líder de los sobrecargos, Alejandra Barrales, quien había irrumpido con su talento político y belleza en el escenario de la vida pública, asumiendo en voz alta la defensa de los derechos laborales de su gremio.
Creo que corría el año 1995 y, en medio de la tecleada de nuestros textos, cuchicheábamos cada vez que había alguna visita destacada en aquel largo y abierto salón desde el cual podía observarse lo que pasaba en las oficinas de los directivos.
Alejandra Barrales, literalmente, concentró la admiración de editores y reporteros. Y es que además de sus atributos físicos, tenía un dominio escénico ajeno a la arrogancia y a la vanidad. Buscaba, con su lenguaje corporal y sonrisas, conectar con sus interlocutores.
Había borrado ese recuerdo de hace 21 años. Pero este sábado, me vino de golpe, mientras la flamante presidenta del Partido de la Revolución Democrática (PRD) pedía a sus correligionarios hacerse cargo de los errores cometidos, defender las decisiones que sus corrientes toman y reconocer que ninguna fuerza política puede por sí misma ganar las elecciones del 2018.
Sí, era la misma Alejandra Barrales que entonces me sorprendió por esa capacidad de no marearse en la parafernalia de los ritos del poder.
De “jefecita” a Bella bruja”
Y es que si algo he aprendido en mis años de reporteo de hombres y mujeres que subieron y bajaron como la espuma, que se perdieron en nuestra patética cultura del bésamanos y el tapetismo, es que para las políticas es doblemente difícil no resbalar en el espejismo de “usted es la mejor, la jefa, la chingona, la “puédelo todo”, la que mejor retrata, la futura…”.
De manera que cuando ellas, como sucede con ellos, pierden el piso, el cobro de facturas es siempre mayor. Y cuando llegan los malos momentos, entonces los prejuicios machistas arrecian: “es el detalle de fulano…”, “es la amiguita del secretario…”, “es una bruja”, “es una hija de la chingada”, “pinche vieja”, “machorra”.
Alejandra Barrales no ha estado exenta de ese mundo bipolar misógino, donde las mujeres con poder pasan de ser las más asediadas a las destinatarias de una defenestración, sin piedad.
Pero justo cuando la escuchaba decirle a los perredistas que sabe que llegó al cargo por un acuerdo político entre varios grupos, pensé que su capacidad de no perderse en la arrogancia ni en la vanidad, la habían llevado hasta ahí, en el momento en que su partido requiere de una política de calle, curtida en las grillas.
Ojalá sus asesores no le vayan a inventar cambios de imagen, dosis monumentales de botox y bisturí para no sé qué imperfecciones –retoques presuntamente estéticos de los que casi nadie logra huir cuando se vive bajo el flash de las cámaras.
Porque es precisamente esa manera tan natural de cargar con sus dones físicos lo que le da a Barrales un toque diferente a las tantas divas que se echan a perder cuando –y eso se nota–, tienen la atención y la tesión más puesta en el cómo me veo que en lo que soy por lo que hago.
Saber fluir, saber andar en las banquetas, sin afectaciones de voz ni poses, es lo que la gente reclama hoy de sus políticos, en un momento en que cuentan las biografías y los valores que gravitan en éstas. Y en el caso de la líder de las azafatas hay mucho qué contar: desde su activismo en la Unión Nacional de Trabajadores (UNT) hasta su incorporación al gabinete de Miguel Ángel Mancera como secretaria de Educación.
Se trata de una política en serio: secretaria de Desarrollo Social del gobierno de Michoacán con Lázaro Cárdenas Batel; diputada de la Asamblea Legislativa del Distrito Federal (ALDF), donde desempeñó muchas tareas relevantes para los gobiernos locales en turno y para el PRD, y senadora.
¿Candidata del PRD-PAN a la CDMX?
En 2011, según cuentan los propios perredistas, Barrales era la mejor posicionada para convertirse en la candidata a jefa de gobierno. Había sido pareja del entonces procurador Mancera y terminaron muy mal, reseñan los cronistas de los entretelones del sol azteca.
Esa circunstancia personal y cálculos del jefe de gobierno Marcelo Ebrard y Andrés Manuel López Obrador, candidato presidencial, la desplazaron hace cinco años de aquella oportunidad. Pero Alejandra tomó con disciplina la decisión partidaria.
Nunca respiró por la herida. Ni despotricó. Y se fue al Senado. Tres años después fue llamada por Mancera para hacerla su cercana colaboradora. Esa es a todas luces una evidencia de la madurez con la que ella procesa tropiezos y desavenencias. Y ahora fue él quien la postuló a la dirigencia perredista y quién empezó a tejer el acuerdo político para convencer a los demás grupos del partido.
Sagaz, conciliadora, dura, talachera, complicada –según lo requiera la ocasión-–, la exlegisladora se aplicó en los últimos días para que las corrientes y los gobernadores que no la apoyaron en la primera ronda de votación, el 2 de julio, se entusiamaran con su compromiso de fondo: no quedar sujeta a las voces que quisieran volver a los brazos de AMLO a cómo dé lugar.
Es un movimiento clave para que el PRD no sea rehén de MORENA y buscar ya una alianza electoral con el PAN para las elecciones en el Estado de México en 2017, una aduana estratégica hacia 2018.
De manera que a Alejandra le tocará desplegar sus capacidades para contener la embestida que viene y que el senador Miguel Barbosa, crítico con la nueva dirigencia, adelantó en Twitter al considerar que su gestión es el camino para que el PRD se convierta en “el partido Verde del PAN”.
Lo interesante de la llegada de Barrales –cuya gestión terminaría en octubre del 2017– es que esa posible alianza de los perredistas con el PAN para el próximo año y para 2018 tiene especial relevancia en sus aspiraciones personales para, ahora sí, disputar la jefatura de gobierno.
Pero ella sabe, como lo saben sus correligionarios, que ganarle a MORENA en la CDMX sólo es posible si suman a los azules.
De ese tamaño es el desafío de la sobrecargo que aprendió a volar, políticamente hablando, pero con los pies sobre la tierra.