Fruta icónica de la repostería.
La semana pasada murió el cineasta iraní Abbas Kiarostami (1940-20016), creador de la multipremiada cinta “El sabor de las cerezas” (1997), galardonada con la Palma de Oro del Festival de Cannes. Aunque han pasado casi veinte años desde su estreno, una de las razones por las que esta película es atemporal, y por lo tanto clásica, es el hecho de que sus personajes abordan temas universales de una forma sencilla y profunda.
El sabor de las cerezas cuenta la historia de un hombre de mediana edad (el señor Baddy), quien ha decidido quitarse la vida y conduce un camión por los suburbios del norte de Teherán en busca de alguien que acceda a enterrarlo después de su suicido.
Durante el trayecto conversa con tres posibles candidatos, a quienes propone “realizar un trabajo bien pagado”, sin decirles de qué se trata. Con ellos habla acerca de las cosas significativas de la vida y sus dilemas morales. El tercer candidato le cuenta al señor Baddy que hubo una época en la que también él estaba decidido a quitarse la vida, pero que gracias a un árbol de cerezo –del cual no logró colgarse– y “al sabor de las cerezas” que de él caían, se sintió nuevamente feliz. Y concluye diciéndole: “Las cerezas me salvaron la vida”.
Por supuesto no voy a revelar el final de la cinta, pero a propósito de su título y de esa escena clave, quiero compartirles algo sobre la primera vez que probé el sabor de las cerezas.
Estábamos a mediados de los 90. Nuestro recién estrenado TLC con Norteamérica empezaba a verse reflejado en las mesas de las familias clasemedieras. En los supermercados vendían por primera vez las gringuísimas frutas del verano: moras azules, frambuesas y cerezas.
Yo estaba embarazada, y aunque el precio me pareció alto, justifiqué la compra de una cesta con el cuento de que debía alimentarme muy bien. Las cerezas son ricas en vitamina A, C y potasio. Están llenas de antioxidantes y nos proveen de melatonina, la hormona antienvejecimiento que nos ayuda a dormir bien.
Por supuesto que en mi niñez centroamericana había comido las cerezas marrasquino y en conserva que coronaban el “Banana split” y el “Peach melba” que disfrutaba los fines de semana. Pero la cereza natural era un lujo que sólo los que viajaban a Estados Unidos podían darse.
Propia de los climas templados, la cereza es una fruta delicada y sutil. Los mayores productores y exportadores a nivel mundial son Rusia, España, Francia, Alemania, y por supuesto, nuestros vecinos del norte.
Su recolección se hace durante las primeras semanas del verano, cuando la fruta está en plena madurez, debido a que una vez que se desprende del árbol, deja de madurar. Ésa es una de las razones por las que es una fruta cara, delicada y de difícil conservación en estado natural.
El día que yo probé el sabor de las cerezas entendí por qué es la fruta icónica de la repostería. Literalmente, es la “cereza del pastel”. Su sabor sin igual: almendrado, cremoso y fresco con notas florales y especiadas, combina muy bien con la vainilla, como lo demostró el gran chef pastelero Auguste Escoffier al crear las Cherries Jubileé (cerezas flameadas con licor y helado de vainilla), en honor de la Reina Victoria, en 1887.
Pasteles emblemáticos como el Selva negra de Alemania (450 pesos en Landhaus, pastelería alemana), o la tarta Clafoutis de Francia, exaltan el sabor agridulce de la fruta y engalanan las vitrinas con su rojo brillante, cual rubí. ¿Quién no ha disfrutado de unos bombones de chocolate con cerezas al licor? Como los de “Dark and cherry”, de Heidi (55.50 pesos en Citymarket).
Desde aquella vez en los 90, cada verano acudo puntualmente a mi cita con el dulce sabor de las cerezas. Ahora que es tan fácil encontrarlas en mercados como el “Lázaro Cárdenas” de la Del Valle Norte (200 pesos 1 kg), en el súper como City market (a 250 pesos 1 kg), y hasta en los camiones que se paran en los semáforos ofreciendo frutas de estación (a 20 pesos el cuarto), sería un pecado no incluirlas en nuestro menú.
Yo no pierdo la oportunidad y le ofrezco a mis hijos una cena de cerezas con queso suave. Quiero que disfruten de lo que la naturaleza nos ofrece en cada estación, que sepan a qué saben los pequeños placeres de la vida, ésos que, al personaje secundario y clave en El sabor de las cerezas le salvaron la vida, devolviéndole la felicidad.
Les dejo un menú Picnic para dos (cita de amor, pasión, deseo o lo que usted quiera), sugerido por Niki Segnit en su libro “La Enciclopedia de los sabores: combinaciones, recetas e ideas para el cocinero creativo”, cuyo elementos fui a buscar a uno de mis lugares favoritos. Aquí mis hallazgos (todo disponible en City Market Pilares):
Cerezas frescas (250 pesos el kilo)
Queso de cabra miel y nuez de Flaveur (45 pesos , 150 gr.)
Pan especial de nuez (49 pesos la hogaza)
Vino tinto Atrium Merliot, con notas de cereza madura (279 pesos, Bodega Torres, España)
Luego me cuentan cómo les fue. Es verano sin equivocación. No se lo pierdan.