Un clavado al mar kantiano.
Por fortuna o por desgracia, fui una niña y adolescente complicadísima. Fui el dolor de cabeza de mi familia por mucho tiempo. Cumplí con los requisitos indispensables para encarnar muchos de los problemas que muchas jóvenes están viviendo en este momento: embarazo prematuro, rebeldía insoportable, parrandeo excesivo, depresión, confusión y también, insoportable ansiedad. Sin embargo, a pesar de que mis actos fueran erróneos, exagerados y a veces tóxicos, estaba segura de que el motor de mis actos era la buena voluntad y la búsqueda de la felicidad.
Viviendo siempre en una especie de contradicción, me di por vencida para volver a empezar. Busqué mil formas de espiritualidad, de conceptos filosóficos mal aplicados a mi vida, de terapias psicológicas y alternativas. Me resultaba increíble ver cómo las personas podían transformarse a través de la fe o del manejo de energías esotéricas. En mi mi afán de encontrarle el hilo a la bondad, me topaba con que las “personas buenas” eran pura charlatanería.
Por ejemplo, alguna vez conocí a una mujer argentina muy emprendedora, casi siempre estaba alegre y tenía gran disposición de ayudar a los demás. Ella era sanadora espiritual, por lo que mucha gente enferma acudía a ella. Sin embargo, su asistente vivía en condiciones pésimas de trabajo: sueldo miserable, horarios excesivos y maltrato verbal. Cuando entendí que su bondad era un disfraz para atender su negocio, dejé de confiar en ella.
Después de haber conseguido entrar a la universidad, asistí a un seminario sobre Immanuel Kant, el gran filósofo de Königsberg. Mi motivación principal era poder leer al menos una página de la Crítica de la razón pura y la Fundamentación para una metafísica de las costumbres, sin sentir que estaba frente a un trabalenguas conceptual adornado de adivinanzas ontológicas, y ¡vaya sorpresa que me llevé! Con la maravillosa guía del profesor de filosofía responsable del seminario, pude lanzarme el clavado al mar kantiano.
Descubrí que mis buenas intenciones no eran en lo absoluto buena voluntad. Que obedecer la ley moral como debe de ser, no implica sometimiento sino libertad. Entendí que seguir un principio, como el de la honestidad, jamás tendría que estar en contradicción con otros, porque yo creía que ser honesta era decir cualquier cosa que se viniera a la cabeza sin tener que pensar en las consecuencias de mis palabras. Y lo más importante, aprendía a regir mi vida y mi relación con los demás, con base en la noción de dignidad.
La dignidad es una noción, la cual implica tratar a los demás como seres valiosos en sí mismos. Para esto, tuve que subordinar mi amor propio a los principios y leyes morales que son los que determinan un valor incondicional e incompartible a cualquier ser vivo. Por lo que sólo el respeto es la única manera de estimar a otra persona o animal. Para lograr esto, es decir tratarme y tratar a los demás con estricto respeto, tuve que comenzar un proceso de transformación para ser autónoma, libre y responsable. Además, supe que ser digna, no es un logro individual, sino colectivo. Por lo tanto, conducirnos moralmente, dignamente, implica un esfuerzo constante y dejar de creer que merecemos todo para nosotros y nada para los demás.
Sería tarea interminable tratar de resumir un concepto kantiano tan importante en un breve artículo. Sin embargo, lo que importa reflejar en estas letras es que en mi búsqueda de sentirme digna de ser feliz, tuve que “dejar de lado mis amados prejuicios”, tuve que reeducarme moralmente, dejar de creer que el cambio está totalmente en mí misma y a mi conveniencia, o en una fuerza sobrenatural. Sin embargo, no dejo de pensar en que tal vez yo pude darle peso a mis pies por ser, en algún sentido, privilegiada, por tener acceso a la universidad, a los libros y a las personas indicadas.
Seguramente Kant estaría de acuerdo con los Tlamatinime nahuas cuando mencionaban que en situaciones de injusticia era imposible ser dignos. Para ellos la dignidad es merecer para los demás.
Es triste pensar en que la injusticia en nuestro país nos indignifica. Sin embargo, a pesar de todo, somos dignos cuando comprendemos que los problemas de los otros sí son asuntos nuestros, que el bienestar común está por encima de mi satisfacción personal y egoísta, que es mi deber estar del lado del empobrecido, del enfermo, del que sufre; no para ponerme encima de él y verlo hacia abajo, sino para dignificarnos los unos a los otros.
Debemos dirigirnos siempre hacia los demás como fines en sí mismos y no sólo como medios de un logro individual. Preguntarnos siempre si nuestra máxima moral puede ser aceptada en todos los casos y por todas las personas. De esta manera, todos aquellos que hemos estado abrumados por querer hacer lo correcto, podemos sentir la certeza, al menos de que hacemos lo que debemos y así, con responsabilidad, hacerle justicia a nuestro pasado.