Obama ha impulsado la aprobación de la ley “No Fly, no Buy”.
Patrick Zamarripa tenía 32 años. Había estado tres veces en Irak y de alguna forma había logrado regresar sano y salvo a casa. Dejó la Marina y se unió a la policía. El jueves pasado, las balas de un francotirador lo alcanzaron y pusieron fin a su vida, en el tiroteo de Dallas, Texas.
Él es uno de los 30 mil seres humanos que cada año pierden la vida en la Unión Americana, por herida de bala. Una realidad que ha sido ignorada por muchos y ocultada por otros, como las empresas manufactureras de armas que amasan fortunas millonarias y la Asociación Nacional del Rifle, NRA, por sus siglas en inglés.
Cada día es más difícil tapar el sol con un dedo: los tiroteos son cada vez más cruentos y sobre todo, cada vez más frecuentes.
En un tema de vida o muerte, la ignorancia de las élites estadounidenses me parece imperdonable: estando en Washington en septiembre del 2010, fui al edificio Rayburn en el Congreso, para entrevistar a un asesor del partido demócrata.
Le pregunté ¿qué pensaba de que cada año 30 mil personas murieran en su país por herida de bala? Una expresión de incredulidad se apoderó de su rostro y me preguntó con franqueza: “¿En serio mueren tantos estadounidenses cada año por herida de bala?”.
Mi sorpresa no tenía límites. Allí estaba yo, reportera mexicana, tratando de entender esa realidad de la venta indiscriminada de armas y explicar ¿porqué no hacían nada por detener el tráfico hacia México que causaba tantas muertes?
Cuando me topé con que muchos en Washington, ni siquiera sabían de la magnitud del problema en su país. La cifra de las 30 mil muertes la había calculado en 2010 el Violence Policy Center, con base en los datos del Centro Nacional de Estadísticas de Salud de Estados Unidos.
Seguí con mis entrevistas y un día conocí a una de las víctimas de esa gigantezca violencia de las armas, una mujer a prueba de balas: Carolyn McCarthy.
Ella había sido enfermera. En 1993 vivía con su esposo y su hijo en Long Island, Nueva York. Un día, viajando en el tren, su esposo y su hijo fueron víctimas de la ira de Collin Ferguson, de 35 años…el hombre subió al vagón, sacó una metralleta y en un instante se llevó la vida de 6 personas, entre ellas Dennis, esposo de Carolyn.
En medio del luto, ella inició una campaña por un control más estricto en la venta de armas, y en 1996 llegó al Congreso como representante del partido demócrata.
En octubre de 2010, llegué a su oficina para entrevistarla y me encontré con un gran ser humano, una mujer de amplia sonrisa, que no perdía la determinación, pero su tarea no era fácil: “Cualquier propuesta que intente reducir la violencia armada es descartada por la NRA”, dijo con frustración.
Me habló de los extremos absurdos a los que habían llegado las facilidades para comprar armas: había una lista de terroristas que tenían prohibido abordar un avión en la Unión Americana, pero esos mismos terroristas no estaban incluidos en las listas de personas que tienen prohibido comprar armas.
Por esa razón, del 2004 al 2010, se dio un hecho digno de un relato de Kafka: los terroristas fueron a tiendas de armas como cualquier hijo de vecina, pidieron comprar mil 400 armas –en diferentes compras–, y les vendieron mil 321, sólo les negaron 79. Así lo documentó la Oficina de Rendición de Cuentas de Estados Unidos –GAO–.
El presidente Barack Obama ha impulsado la aprobación de la ley “No Fly, no Buy”, para detener este absurdo, pero hasta la fecha no lo ha logrado. De esa venta indiscriminada se benefician también los compradores hormiga, que adquieren miles de armas para los cárteles mexicanos.
Mientras tanto, siguen muriendo miles de personas por herida de bala a ambos lados del Río Bravo. Este sábado es el funeral del policía Patrick Zamarripa. Quizá, su esposa y su hija de dos años, se unan más adelante a la lucha contra la venta de armas.