Dimos vuelta a la Gran Vía y la vi…
Son las 7 de la tarde. Es jueves 30 de junio de 2011. En algún lugar, en algún rincón, se escucha “Le temps est bon” de Isabelle Pierre.
La salida del metro Banco de España es casi espectacular. Y no por lo monumental, sino por el mundo de maletas que cargo después de que Bilbao me ha despedido.
Me recibe Antonio De La Muela, joven pintor, quien desde que me contactó para que viviese en su casa, me expresó su afinidad por México, aunque no lo conociese.
Dimos vuelta a la Gran Vía y la vi. Era ella: la monumental y pacífica Reina XXXVII. Esa casona que dos meses después me dejaría con el sabor de boca madrileño más exquisito que cualquier otra casa de España.
Reina XXXVII lo fue todo: fiestas, reuniones, charlas y hasta discusiones intelectuales. Gritos de alegría de Antonio todo el tiempo. Y un especial ladrido: el de Ñeca, una perra mestiza que, como cualquier perro, me cayó bien; pero sin más. Debo admitir que tiendo sólo a generar empatía con perros grandes y de raza. Aquella mascota era pequeña, delgada y sin mucho chiste, físicamente hablando.
Pasaron semanas. Pese a que Antonio aseguraba que Ñeca era orgullosa y no aceptaba fácilmente a la gente, jamás hizo nada contra mí. Menos yo contra ella. Tampoco fuimos los mejores amigos. Y eso sí, jamás fui testigo de que fuera la más caprichosa de los residentes de Reina XXXVII, como su amo afirmaba.
En 2013 volví a ver a Ñeca. Ya me caía bien. Simplemente bien. Sentía que era una perra linda. Hasta me atrevía a acariciarla.
A finales del año pasado, Antonio cumplió un sueño que jamás dejó buscar: visitar México y estudiar aquí. Su cara de emoción al pisar tierras aztecas (tuve la fortuna de recibirlo en el aeropuerto) me recordaron a Hernán Cortes y las emociones que plasmó en sus Crónicas de Indias cuando hizo lo mismo. Realmente Antonio estaba feliz. Y aunque tuvo que viajar a Guadalajara, volvió seis meses después a la Ciudad de México para despedirse y prometer que regresaría, para siempre. Normal en cualquier ser humano que se jacte de serlo y se deje vencer por los encantos del país más hermoso del mundo.
Hace unas semanas, Antonio nos comunicó a todos los exinquilinos y residentes Reina XXXVII, que Ñeca nos había dejado. Según contó, “Ñeca llegó a Reina con un año de vida de un refugio de la mano de ‘los vivacce’, unos amigos. Llegó apadrinada por Elisabeth De Boock”.
Frente a tal noticia, comprendí que Ñeca no murió por problemas de salud y menos por edad, como aseguraron los médicos. Fue más bien por cumplir, como en todo reinado, con el protocolo real. Se ha despedido unos cuantos meses antes de que la esencia de Reina XXXVII, Antonio; abandone tierras europeas para ingresar a las aztecas a cumplir un mejor propósito: el de ser completamente feliz.
Una nueva vida le espera a Antonio en México. Ñeca ya se ha despedido de todos, cumpliendo sus ciclo de vida. Reina XXXVII cerrará sus puertas, al menos con el espíritu que todos los que la residimos sabemos que tuvo, y entrará a una nueva etapa.
Reina XXXVII se cerrará para terminar con un imperio y abrirlo en América. Así de simple y así de fácil. La partida de Ñeca ha sido simplemente el inicio del protocolo de despedida que da España para recibir a su heredero en la Gran Tenochtitlan, quien al ritmo de “Keep the streets empty for me”, de Fever Ray, llegará a instaurar su reinado de bondad y alegría que mucha falta nos hace por acá.